Grafemas

Boletín de la AILCFH

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Artículo crítico: Susana Szawarc, escritora y activista argentina
Publicado en Grafemas Febrero 2006

Ofrenda de propia piel y una sonoridad ética: acerca del libro de Alicia Kozameh

Pasos. Pasos bajo el agua. Patas. “Debo, casi sin dudas, poner un pie sobre uno de los barrotes…Mamá “hambre” debe decir, y yo debo oírla; oírla y escucharla, y no todavía pero pronto preguntarme para qué el hambre, tanta hambre…” Dice el personaje de Patas de avestruz. Y los 259 saltos, uno inmortal. Pasos, patas, saltos hasta la ofrenda de propia piel.

Leo de la primera parte de la Ofrenda, de Consagraciones y su “Bosquejo de alturas”:

El aire es una masa de pensamientos que irrumpe por todos los orificios de todos los cuerpos, y los obtura. // Hay superficies ásperas. Cementos. El cemento del calabozo del fondo. Perfecto para limar hueso. Raspar y raspar. El polvo blanco que va quedando se volatiliza, cree desaparecer. Pero por dónde. Por dónde. El pedazo entero que la mano sostiene y todavía frota y frota inflamada y caliente, se transforma hasta ser un anillo. Un llavero, un colgante. Una aguja y saliva, el ácido de la saliva y el movimiento de la aguja para darles forma a los pétalos de la flor, al pico del ínfimo pájaro tratando de arrancarse en vuelo desde el anillo, a las manos entrecruzadas que juntas no alcanzan a medir medio centímetro. Para una con dedos delgados. Como Chana.

Y varias cabezas de las treinta se inclinan hacia el líquido opaco, lo estudian y deciden que antes de que se enfríe hay que tomarlo…Los platos de metal reciben el sonido del líquido cayéndoles, y lo absorben, lo acallan, lo hacen neutro. El líquido ahoga el ruido de cucharas buscando alguna solidez, pedazo de algo, y lo convierte en un movimiento ansioso y continuado. Una cadena de manos dándole forma al aire, moldeando el recorrido vertical hasta las bocas…Fulgores, estallidos, activados en zonas ocultas por la potencia del hambre.

Así como con Patas de avestruz apareció en mi memoria la frase “¿es acaso el deseo de vivir una utopía de la especie?”, volvió a surgirme esta frase. Y recordé el libro de Robert Antelme, escrito después de su pasaje, de su estadía en Buchenwald y otros “campos”. En la espera de la salida de ese encierro Marguerite Duras escribía “El dolor”. Después diría: “Consideraba que él, que había vivido aquello, no era nada. Porque lo que había vivido era inmenso, increíble. Aquello ponía de relieve una fuerza que no se conocía en el hombre. Ante ese fenómeno, él sentía que había sido accidentalmente el objeto de tal encuentro”.Sin embargo, en este libro, en esta Ofrenda de propia piel los personajes se niegan a ser objetos, “se cuentan”, buscan formas de diálogos, de señales, de cifras, de muecas, y no sólo “se cuentan” sino que tienen en cuenta “el dolor” de los que están afuera envueltos en una misma creencia: escuchar y responder a ese hambre remoto, histórico, actual. Y los personajes insisten en la pregunta por la alegría. Dónde la alegría. Dónde. Y los personajes, esas mujeres en su encierro, cada tanto y a través y por encima del miedo, ríen. Y ríen a carcajadas. Sorpresa ante lo desconocido, pero también movimiento altivo, superioridad ante el verdugo, el guardián, la carcelera, la carcajada como sonoridad ética en un espacio oscuro, en un espacio que se va tapiando para impedir a esas mujeres ver. Pero ellas han visto. Ellas recuerdan, ellas anotan donde sea, ellas mandan hasta en el “último mensaje” la carta donde habrán de avisar que no habrá más cartas, que ya no se sabe cuándo, cómo, dónde, será la comunicación con “el afuera”, pero insisten: “Mi querida gorda: esta carta no va a tener puntos y aparte: tengo que aprovechar hasta el último milímetro de papel”…”Queremos que mantengas la alegría…y tu risa…que me suena tanto en el recuerdo”. “Y eran visibles las naranjas de los árboles…”dice Alicia Kozameh en  “Vientos de rotación perpendicular”:

 …eran visibles y estallaban en reflejos, en brillos rojizos, amarillos aunque mi cerebro no pudo hacerse cargo de tanto color, ni pudo siquiera intentar comprender el silencio de esas naranjas ni la flemática paz de la redondez de sus sombras, cuando el aire, perpendicular a la línea del horizonte, un horizonte muy inmediato, cercado de edificios, en movimientos circulares y mecánicos, repetidamente veloces, imparables, me dejó sin la posibilidad de evitar nada de lo que se iba aproximando. Estoy yo, hay otras mujeres, amigas, conocidas, desconocidas. Algunas de catorce o quince años. Yo con mis dieciocho, y otras de cuarenta. Y ancianas. Hay viejas que casi no pueden recorrer de punta a punta el pabellón en el que no cabemos, pero hasta ahora sobrevivimos, treinta. Y duermen en las cuchetas de abajo, por supuesto. Les damos casi toda la comida que traen, que no varía mucho entre un líquido oscuro con dos o tres huesos en el fondo de la olla, y un pedazo de pan de quince días de antigüedad, casi completamente envuelto por un moho verde, intenso y grueso, aunque no brilla con los reflejos de aquellas naranjas.

Pero la naturaleza no se altera. Puede suceder el horror, pueden dar en hueso las almas, pueden rasparse esos huesos y hasta rascarse  sin que la noche con sus estrellas se vea alterada, y sin que muchos otros, ellos sí objetos crueles, no animales porque hay en la animalidad otra clase de leyes, se alteren. Sigan en la indiferencia como esa noche estrellada y las naranjas de los árboles. No hay allí “rebeldía”, no hay allí “revuelta. Aquellos que eligieron la revuelta continúan el movimiento, continúan la escritura, porque nadie pudo haberse rebelado alguna vez para sostener la sumisión.

¿Qué somos, Inés, sino las marcas del miedo, del miedo del adversario a nuestra resistencia accidentada y potente? ¿Qué nos rige sino estos pies que nos transportaron el cuerpo casi embalsamado a través de corredores carcelarios y calles conminatorias, alarmantes, los mismos que ejercitan ahora, día  a día, en los carteles luminosos de otras ciudades del mismo mundo, los que nos impulsan por lo que nos queda de la vida, los que nos absuelven del temor a lo que falta?

Decía: continúa la vida, la escritura, y la pregunta al otro: “quiero decir, yo escribo para investigar, para entender, para inventar, para proporcionarme respuestas: y parece que una vez más te mortifico preguntándote lo que no estás resuelta a contestarme. Digo, por este silencio. …y después…Ya voy a encontrar la respuesta”.

Y la memoria continúa. Y esas mujeres saben (entre tanto no-saber) que las huellas no se borran. En el  libro de Alicia Kozameh encontramos dos zonas: las  “Consagraciones” y sus varios cuentos de mujeres en prisión, de mujeres en el encierro (un encierro que no dejan que acontezca, aunque acontece, porque hablan, piensan, discuten, ríen, reclaman ante el dolor de muelas de una compañera, hacen una obra de teatro, juegan a Cleopatras) pero la autora sabe también de esos otros encierros y escribe “Cárceles complementarias”, “Mungos-mungo”,  “Alcira en amarillos” y “La forma”. La forma de algo que nos viene y también nos encierra, la forma con la que la escritora construye sus cuentos y la forma que nos “ofrenda” a sus lectores.

Y vuelvo al título del libro Ofrenda de propia piel.  Una ofrenda es un don que se ofrece o se dedica a otro (a veces a Dios, a veces a los santos).  En este caso es una ofrenda a los lectores, es un obsequio por amor, por gratitud. Y Alicia nos da este regalo de su libro, fuerte conmovedor.  Pero recordemos que también ofrendar es ofuscar: y esto es perturbar la visión, la razón, trastornar. Leemos esta ofrenda y, perturbados, miramos de otro modo. Se nos “toca” la subjetividad humana que no es autonomía o autoafirmación, sino que significa “sujeción al otro” quien, de esta manera, me singulariza al darme la irrenunciable  tarea infinita de socorrerlo, escucharlo, y al mismo tiempo me arranca o libera del ser (del mío siempre) que me embruja –ofreciéndome excusas- al “darme la orden” en que consiste su palabra primera: “no me dejarás morir”.

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