Grafemas

Boletín de la AILCFH

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Creación: María Cristina Azcona
Publicado en Grafemas Febrero 2007

Enamorada del Muro

Habíamos apodado a nuestro jardín con el ostentoso nombre de “la selva” ya que sus altos muros estaban cubiertos por una frondosa enredadera, conocida como “Enamorada del Muro”.

Nos habíamos casado hacía pocos meses, cuando decidimos vivir en este lugar, que nos subyugó con su misterio y con su vegetación, que crecía voluptuosamente al ritmo del canto bochinchero de las aves. Mi esposa y yo pasamos unos días maravillosos en la paz de este recinto, escondido en medio de la ciudad. Unos días, tal vez unos meses, pero por desgracia, no unos años.

A los pocos días de iniciado el mes de octubre, los nuevos brotes de la enamorada comenzaron a teñir los paredones de colores brillantes, verde amarillentos y amarillo verdosos, dándole un tono esmeraldino a la tupida manta de pequeñas hojuelas oscuras que constituían el cuerpo vivo de la planta que cubría todo el fondo vertical del parque.

Extasiados con el espectáculo, los fines de semana, por las tardes, nos sentábamos en un rincón donde habíamos puesto dos sillones blancos de plástico y una mesita barata, y tomábamos mates mientras escuchábamos los trinos abigarrados de los pajaritos que despedían las últimas luces previas al anochecer.

Mi esposa, Paola, era una mujer tímida y reservada, que había intentado estudiar diferentes carreras sin éxito. Padecía dislexia desde chica y nunca la habían hecho tratar. Por este motivo, le costaba mucho leer y aún más estudiar. Guardaba cierto resentimiento contra sus padres por este motivo, y no los veía con frecuencia. Se limitaba a llamarlos de vez en cuando, o a visitarlos en fechas determinadas.

Tenía una sola amiga, con quien peleaba constantemente. Se veían en contadas ocasiones. Paola era poco sociable. Era una chica extraña. Sin embargo me enamoré en-seguida de ella cuando la conocí en la fiesta de cumpleaños de su amiga. Porque le gustaba hacer las cosas de la casa y era suave y femenina. Físicamente era agradable, sin ser particularmente hermosa. Tenía algo misterioso que me atraía. Como si escondiera dentro de ese caparazón taciturno, una fuerte personalidad que estuviera esperando a ser descubierta, como una isla virginal.

Por mi lado, yo era la contrapartida de Paola. 

Formábamos una pareja a la antigua. Yo salía durante todo el día y cuando volvía me encontraba con Paola esperándome. Mantenía el departamento impecable y bien arreglado. Nos gustó el departamento de planta baja con jardín, ya que buscábamos transformar nuestro hogar en un reducto de paz, donde pudiéramos pasar horas tranquilas y a solas. Yo necesitaba ese silencio para concentrarme en mis trabajos intelectuales. Y Paola quería a la soledad como se quiere a una vieja amiga.

Pasaron dos meses, desde que nos mudáramos. La enredadera ya emitía larguísimos tentáculos verrugosos sobre nuestras cabezas. Algunas ramas incluso osaban asomarse dentro de la casita, cuando se abría su única ventana. Como hacía calor, muchas veces cenábamos en el depósito, que manteníamos vacío, salvo por una escalera y algunas cajas de herramientas.  Los ventanales de la casa principal tenían chatas hojitas verde claro que se arremolinaban pegando progresivas ventosas como si quisieran espiar nuestras vidas humanas con sus ojos vegetales. Realmente estábamos sorprendidos de la curiosa velocidad con la que crecía y se desarrollaba esta planta asombrosa. Hasta que llegó un día en que comenzó a inquietarnos...

El encargado nos había dicho que la podáramos, pero nos fuimos dejando estar. Mientras tanto, mi esposa de carácter habitualmente dulce y apacible, se fue transformando en intolerante y cada vez más posesiva. Algo en mi mente me decía que era culpa de la enredadera. ¿Nervios tal vez? Nunca le dije a Paola lo que pensaba. Y posiblemente fue mi primer gran error. La enamorada del muro formaba una capa oscura con ondulantes garfios y ramas alargadas, algunas peladas y resecas. Al anochecer, daba miedo salir al jardín, ya que, a la luz de la luna, sus ramas nudosas parecían las garras de alguna bruja fantasmagórica y amenazante, que estuviera a punto de convertir nuestro hogar en su siniestro refugio, merced a impronunciables conjuros.

Los hechos se precipitaron una mañana, en que aparecí enfermo.

Llamamos a un servicio a domicilio. Me diagnosticaron alergia a las plantas, como era de suponerse. Tuve que guardar cama durante varios días. La fiebre me consumía poco a poco, empapándome en un sudor frío. Mis músculos se entumecieron tanto que casi no podía moverme. Mi mente desvariaba de a ratos, en los que me sentía como si me hubiera transformado en uno de los muros, así de rígido, así de helado, así de recubierto de hojuelas verdosas. Totalmente dominado por mi enamorada, presa de sus hechizos de bruja y convertido, por fin, en eterno soporte de sus designios crueles. Paola parecía transfigurada Ya no me cuidaba como en otras ocasiones similares. No, no. En cambio, salía a dar vueltas por el parque regando las plantas a cada rato, mientras admiraba con ojos fascinados la enredadera, como si hubiera sido poseída por su espíritu vegetal. 

Enfermo de cuerpo y alma, entumecido como el muro, de pronto comprendí lo que ocurría. Enardecido, me levanté una tarde luego de estar varios días en cama. Veloz como un suspiro, corrí a la casita del fondo. Tomé la hachuela y una escalera. Riendo de triunfo, trepé blandiendo el arma que concretaría mi posibilidad única de salvarme de mi enemiga enamorada, liberándome para siempre de su abrazo asfixiante, que me asesinaba de a poco, como una boa a un cordero.

Sentí el estruendo que produjeron las ramas gruesas al derrumbarse y al quebrarse en dos partes. Una a una se descolgaban definitivamente de mis muros, cada vez más desnudos y grises, las ominosas mantas verdosas. Verdosas y odiosas. Poco a poco sentí que recobraba mis fuerzas y que se aliviaba mi fiebre, pero mientras cantaba y sacudía frenéticamente mis brazos armados con el hacha, pude percibir cierta inquietud en mi interior. Una repentina lucidez encendió una certeza cruel que pugnaba por abrirse paso entre las enmarañadas oleadas de mis pensamientos febriles. Entonces fue cuando me pregunté dónde estaba Paola. Era mi propia violencia desatada, que sedienta de venganza, palpitaba en mis arterias y en mi mente clamando seguir el trabajo de cortar ramas y más ramas, sin terminar nunca. Yo, el orgulloso muro masculino, gris por la roña del sudor y liberado del verde yugo de una fémina glutinosa y dominante, me preguntaba una y otra vez por Paola. Hasta que, de súbito, el canturreo de las aves dio lugar a un silbo agudo y ondulatorio igual al enojoso chirrido de una sirena de las que utiliza la policía.

Así fue como, un poco tarde, comprendí que, presa de la fiebre y del  delirio, de Paola y de mí mismo, de la enredadera y del muro, de la alergia y de la dislexia, de la simbiosis y de la psicosis, de la tristeza y la manía, había confundido el enamoramiento con el amor, un reino con el otro,  el hartazgo con el odio,  la rama con la garra, el temor con la muerte, la escalera con el tablón, trepar con saltar, la Bruja con  la bruja, el verde con el rojo... Y que había cometido mi segundo error.

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