Grafemas

Boletín de la AILCFH

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Adrián Ferrero
Publicado en Grafemas diciembre 2010

“Cada historia trae su forma implícita: Entrevista a la escritora argentina Sylvia Iparraguirre”

 

iparraguirreSylvia Iparraguirre es Profesora en Letras Modernas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Cursó un Doctorado en Lingüística. Actualmente trabaja en el Instituto de Lingüística de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Pertenece, desde 1982, al Concejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Ha participado en diversos proyectos de investigación (uno de ellos: “Fracaso escolar en niños por debajo de la línea de pobreza (ámbitos urbanos y rurales marginales)”, CONICET—UBA), y ha participado como expositora y como organizadora en innumerables congresos y jornadas académicas nacionales e internacionales. A título de ejemplo, los dos últimos de ellos son: “Primer Congreso Internacional de Políticas Culturales e Integración Regional” (Instituto de Lingüística, UBA, 2004) y el de la Universidad de Manchester, UK, Congreso Internacional: “Patagonia: mitos y realidades”, (Manchester, 2005).

Iparraguirre es escritora y ensayista. Está casada con el escritor Abelardo Castillo con quien editara, junto a un grupo de escritores y poetas, las revistas literarias El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco, esta última considerada una publicación de resistencia cultural durante la dictadura militar argentina (1976/1983). Publicó tres libros de cuentos: En el invierno de las ciudades (Editorial Galerna, 1988) que obtuvo el “Primer Premio Municipal de Literatura”; Probables lluvias por la noche (Editorial Emecé, 1993), y El país del viento (Editorial Alfaguara, 2003), este último destacado como “Mejor libro de cuentos en colección juvenil por la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil Argentina” (Feria del Libro de Buenos Aires, 2004). Su primera novela fue El Parque (Editorial Emecé, 1996, 2da. edición Alfaguara, 2004). Su segunda novela, La tierra del fuego (Editorial Alfaguara, 1998), fue traducida al alemán, italiano, portugués, inglés, francés y holandés y publicada, además, en Cuba, Brasil y Estados Unidos, recibió varios premios, entre ellos el “Premio de la Crítica” en la XXV Feria del Libro de Buenos Aires (1999), el “Premio Club de los XIII” de Buenos Aires, y el “Premio Sor Juana Inés de la Cruz”, entregado en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, México, 2000. Además, publicó un extenso ensayo: Tierra del Fuego, una biografía del fin del mundo (Editorial Yenny—El Ateneo, 2000), que obtuvo el premio Eikon en “Comunicación con la Comunidad”.

Sus cuentos, traducidos al alemán, al inglés y al holandés, han formado parte de diversas antologías en la Argentina y en el extranjero, entre éstas: Hand in hand alongside the tracks — Contemporary Argentine Stories, edición de Norman Thomas DiGiovani, Constable, London, 1992; Una antología de la nueva ficción argentina, Edición de Juan Forn, Editorial Anagrama, Barcelona, 1992; Después — Narrativa argentina posterior a la dictadura, selección y prólogo de Liliana Heker, Ediciones Desde la Gente, Buenos Aires, 1996. Ha integrado jurados de numerosos premios literarios (Emecé de Novela; Premio de Cuento de Editorial “Desde la gente”; Premio cuento del Fondo Nacional de las Artes, Premio Casa de las Américas (Cuba), Premio Municipal de Literatura, entre otros. Forma parte de y colabora con diversas asociaciones proteccionistas y ambientalistas y es activa difusora de diversas campañas de Greenpeace Argentina.

La obra literaria y ensayística de Iparraguirre ha desplegado un trabajo obstinado sobre una zona algo remota pero fecunda en el imaginario social argentino. Nos referimos, claro está, a la Patagonia Argentina, la zona austral del país, donde exploraciones, viajes etnográficos y colonialistas han cursado una búsqueda en torno de la identidad de su patria. Desde ángulos y perspectivas prismáticas, desde el periodismo cultural a la crítica y la investigación académicas, Iparraguirre persigue obstinadamente un trabajo identitario sobre lo que podríamos denominar “el enigma de lo nacional”, sin incurrir en esencialismos ni chauvinismos. Desde este ángulo de apertura sociosemiótica, su obra, crítica en varios sentidos del término, forma parte de una genealogía literaria que entronca con lo mejor de la producción literaria de reconocimiento de “lo nacional” y “lo imaginario”.

Adrián Ferrero: ¿Las historias, el acto de narrarlas, eran importantes en su familia? ¿Recuerda personas o escenas asociadas a ese acto?

Sylvia Iparraguirre: Desde que tengo uso de razón escuché historias en mi familia. En la familia de mi padre, sobre todo, los relatos orales eran un hábito familiar. Recuerdo largas sobremesas, muy concurridas. El lugar donde circulaban los relatos es el ámbito de mi primera infancia: la casa de mis abuelos en Los Toldos, un pueblo de calles anchas, tranquilas y arboladas donde a la siesta volaban los “panaderos”. En esa casa pasábamos los veranos, mi hermana y yo y varios primos. A mi abuelo, nacido en el País Vasco, no lo conocí. Mi abuela recordaba con precisión extraordinaria su aldea en las montañas de León, de la que había salido a los siete años. Mucho más tarde, cuando fui a España, busqué y encontré esa aldea de trescientos habitantes, guiándome sólo por aquel relato. Sin cerrar los ojos, puedo ver el frente de la casa de mi abuela en Los Toldos y recorrerla: el banco en la vereda, el largo zaguán, cuartos enormes y muy altos llenos de roperos de luna biselada, ventanas con visillos y los relojes de péndulo que a la noche, cuando sonaban, me daban miedo. Al fondo del zaguán, se abría lo que mis tías llamaban “la sala” que era en realidad la biblioteca. En los estantes se alineaba la, para nosotros, inagotable Espasa Calpe, origen de mi gusto por las enciclopedias; de esa biblioteca saqué un día el primer libro que leí de Tolstoi —Marido y mujer— sin tener idea de quién era Tolstoi. A la sala seguía la galería de las plantas (siempre llueve cuando pienso en esa galería que olía a helechos y al perfume intenso de la magnolia) y los patios que abarcaban el centro de la manzana donde nos encantaba perdernos. Al fondo de uno de los patios había un bosquecito apretado de bambúes. En esta casa, el humor formaba parte infalible de las historias. El humor y el miedo. Mi abuela, los relatos y la casa forman un solo mundo en mi memoria. Un lugar en el tiempo al que vuelvo constantemente.

Ferrero: ¿Qué tipo de historias?

Iparraguirre: Ahora que lo pienso, las historias se dividían básicamente en dos clases que resultaban algo así como una versión doméstica y benévola de civilización y barbarie. En los relatos de mi abuela aparecía el imaginario de la Europa del siglo diecinueve: la aldea de montaña, la nieve, el abrigo de la pequeña iglesia medieval, el río helado en invierno, la tradición oral de coplas, cuentos y poemas muy antiguos que ella repetía con una memoria que nos parecía asombrosa pero que sólo era el modo natural en que en su familia habían aprendido de padres y abuelos todo lo que recordaban. Mi abuela era el cuerpo y la voz de la mayoría de los relatos. Recuerdo una experiencia que no puedo dejar de vincular al oficio de escribir: fue la primera vez que percibí el lenguaje como algo que sucedía afuera de mí, con entidad propia. La infancia vive dentro del lenguaje: el lenguaje materno, el lenguaje familiar, es lo que uno es y no algo diferenciado de lo que somos; lenguaje y ser es lo mismo. La escena que recuerdo, pensada desde acá, tuvo el valor de una revelación. Mi abuela recitaba un largo poema disparatado que se llamaba “Romanticismo y Realismo”. Histriónica, hacía las voces de los dos personajes que se alternaban: el de una señorita muy fina, de ciudad (mi abuela decía finolis), y el de un campesino rústico, estilo Sancho Panza. El poema (esto lo comprendí mucho después) era una revancha de la aldea sobre la ciudad: con una lógica aplastante, “realismo” bajaba a tierra todo lo que decía la veleidosa señorita romántica. Mi abuela hacía las dos voces, la remilgada y la ruda y ronca del campesino. Más o menos a los cinco años (después lo escuché muchas veces pero hubo esta primera vez), me recuerdo o me imagino mirándola atónita. Despegado de lo doméstico, el lenguaje podía cumplir otro propósito, una función que no era práctica, que era digamos gratuita, como un juego; el lenguaje ponía frente a nosotros dos personajes, dos maneras de hablar, dos tonos, en la voz de mi abuela. Sin saberlo, creo que tuve la intuición de la función poética del lenguaje.

Las otras historias son del lado de acá, del campo argentino, de la pampa. Cuando se casaron, mis abuelos se instalaron en un campo que lindaba con la tribu de Coliqueo, a quienes llamaban “indios pampas”. Esto era hacia 1890. Ya no eran indios inamistosos, pero de todos modos debían tomar precauciones. En los relatos de mi abuela, era más de temer “el gaucho”, ante cuyo paso los vecinos trancaban puertas y ventanas, que “el indio”. Una vez, hospedaron durante un año a un misionero español. Por intermediación de mi abuela, que iba en la americana, una especie de sulky con capota, hasta lo de sus vecinos indígenas, lograron casar a unas cuantas parejas en el patio de la casa y rescatarlos del concubinato. Mis abuelos aportaban sus propios anillos para la ceremonia que pasaban de mano en mano para cumplir el rito. Después mi abuelo habrá agasajado a las parejas, todas con cuantiosa prole, con un asado sin vino. Es bueno preguntarse qué pensarían del otro lado. En la familia de mi padre las historias no eran neutras; según quien contara venían condimentadas con dos tonos antagónicos que convivían aparentemente sin conflicto: una fuerte devoción cristiana, y un anticlericalismo furibundo, muy español, que aparecía en chistes sacrílegos sobre curas y monjas y en una manera de maldecir (los hombres) bastante impresionante, que recorría el santoral completo. En los años veinte, mis abuelos se vinieron a vivir al pueblo. Entran entonces a formar parte de ese conjunto de relatos, otros, típicos de los pueblos chicos: los cuentos de aparecidos, de viudas, de personajes que a medianoche salían del cementerio y se apostaban en una esquina a acechar a los viajeros cuando, en las noches de invierno, bajaban del tren en la estación. A veces los relatos tenían una utilidad práctica: asustar a los chicos para hacernos dormir la siesta. Nos gustaba asustarnos y era un clásico que, si se nos hacía tarde por ahí, al volver apurados por las calles oscuras, salieran a relucir estas historias hasta hacernos correr. No siempre las experiencias eran risueñas: cuando vivían en el campo, una vez mi padre y uno de sus hermanos, de unos siete y nueve años, se escaparon de la casa a caballo y fueron a dar, en un cruce de caminos, a un rancho que era un almacén. Desde el caballo asistieron a una pelea a cuchillo en la que un hombre mató a otro. Vieron la pelea y vieron morir a un hombre, desangrado en el suelo. Lo que me atrae de la escena es su economía y silencio: una escena congelada en el tiempo en la que muere un hombre mientras dos chicos lo miran desde el caballo.

Ferrero: ¿Recuerda el primer relato que pudo articular satisfactoriamente por escrito en su infancia? ¿Qué emociones le produjo? ¿Qué generó en su entorno más cercano, si es que usted lo mostró?

Iparraguirre: Lo primero que recuerdo que no fuera escolar tiene que ver con el cine. El cine ejerció sobre mí una fascinación no comparable con nada, ya que la lectura pertenecía a otro orden, solitario y personal, que no tenía por qué comentarse o compartirse, o a mí me lo parecía. Alrededor de los nueve o diez años, llevaba un cuaderno donde relataba las películas que me habían gustado pero cambiándole situaciones y finales. Mi hermana era la sufrida oyente de esas páginas y no creo que le hayan causado ninguna impresión. Otro intento de escribir estuvo asociado al personaje de un libro para chicos que, en su momento, cifró todo lo que me hubiera gustado ser. Se llamaba Las aventuras de Bildy. Trataba del diario de una chica que tenía una librería en un vagón de tren y a quien su tío llevaba por el mundo en viajes de aventuras. Empecé a escribir un diario donde copiaba ese libro, inventando cosas, agregándole dibujos y mapas. No recuerdo haber beneficiado a mi hermana con esta lectura.

La escritura no tenía interés para mí porque no podía competir con el placer de leer. Descubrí la lectura como el primer acto privado, una especie de burbuja que me aislaba del mundo, de una potencia enorme y fuente de un placer que no tenía relación con ninguna otra cosa, salvo el cine. Durante la adolescencia la lectura adquirió una dimensión generosa: la de refugio personal. Frente a este poder de los libros, la escritura quedaba en desventaja, no lograba interesarme. Por otra parte, nunca pensé que iba a ser escritora y si alguien lo hubiera mencionado me hubiera parecido escandaloso, a tales alturas ponía yo a los escritores. Escribía poemas, unos tímidos intentos de relatos que, creo recordar, tenían más que ver con personajes que con anécdotas. Todo muy provisorio, adolescente, efímero y malo; salvo un diario, que empecé en esa época y que, con intermitencias, todavía sigue. A los diecisiete años, antes de venir a estudiar a Buenos Aires, yo tenía una larga experiencia como lectora y una casi nula experiencia con la escritura.

Ferrero: ¿Cómo fue la partida de su lugar natal hacia Buenos Aires? ¿Recuerda el primer impacto que la ciudad produjo en usted?

Iparraguirre: La partida fue un verdadero fin de la infancia. Recuerdo el bolso azul de cuero que mi madre compró especialmente para mí. Recuerdo aquel día en la estación de ómnibus de Junín. Tenía una conciencia muy clara de que empezaba algo diferente, definitivo. Algo que me cambiaría, como en realidad sucedió. La llegada fue un deslumbramiento, porque la ciudad me deslumbró. Me enamoré de Buenos Aires de golpe y apasionadamente. Mis padres me pusieron en un pensionado de monjas, en el barrio de Congreso. No por razones religiosas, sino porque les parecía adecuado para una chica que estaba sola. Ese lugar ocasionó cantidad de episodios de humor absurdo.

Lo primero que me dio Buenos Aires fue una sensación de libertad muy fuerte, muy potente, que para mí estaba en los bares, yo la ponía en los bares y en los cines. Me sentaba sola a leer o a estudiar en un bar o entraba a un cine a las dos de la tarde. Esto colmaba mi idea de independencia. Estudiando en un bar, conocí al primer escritor vivo con el que hablé en mi vida: Mujica Láinez. El otro fue Borges. A los dieciocho años me sentía al fin dueña de mi tiempo y de mi vida, nadie me decía qué debía o no debía hacer. Podía comer o no comer, fumar, revisar libros viejos en una librería de Corrientes. Cuando estuve más segura de los colectivos, viajaba “lejos”, al Museo Histórico, en Parque Lezama, al bar Británico, que me encantaba. El anonimato y la soledad eran como una extraña droga, de efecto fuerte y contradictorio. Era intensamente feliz: estaba sola en la ciudad mirando películas y empezaba a leer todo aquello que me interesaba, que me iba a formar. La ciudad fue para mí un aprendizaje solitario y fenomenal. La experiencia de lo urbano cuando sos muy joven te pone en una situación singular, sobre todo porque no tenés una clara conciencia de cómo sucede; la complejidad de lo urbano expande la conciencia subjetiva y la estimula a la reflexión sobre algo que la trasciende. Era una vida extraña la que llevaba en aquel tiempo, un tanto esquizofrénica: de día cursaba Letras en una de las facultades más politizadas y despelotadas de la Universidad de Buenos Aires, y a las ocho tenía que volver al pensionado de monjas. Me tocó hacer la lamentable Universidad post Onganía, pero yo la disfruté igual.

Ferrero: El acercamiento a la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires ¿la vinculó a algún tipo de ámbito de discusión de ideas? ¿Podría reconstruirlo?

Iparraguirre: La Universidad en aquellos años posteriores a Onganía, estaba constantemente vigilada, tomada por el ejército y la policía; mi facultad, Filosofía y Letras, incluso estuvo cerrada por dos cuatrimestres; perdimos un año. No obstante, el centro de estudiantes seguía su actividad de manera clandestina y la discusión y la resistencia políticas siguieron, pese a todo. Fue la Universidad que nos tocó hacer, no tuvimos otra oportunidad. La carrera, aunque académicamente quedó muy pobre (muchos de los mejores profesores se fueron, o fueron perseguidos o los echaron), me dio aquello que yo había venido a buscar: un mapa dónde situar los libros que había leído y que seguía leyendo. Por el griego y el latín entré en la cultura clásica. La facultad también me dio algo excepcional: Borges fue mi profesor de literatura inglesa el último año que la dictó.

No me relacioné con ningún grupo, salvo con los compañeros con los que cursábamos las mismas materias. Grupos de estudio. No encontré, entonces (tampoco era una necesidad para mí), ningún ámbito de discusión de ideas. Los había, por supuesto, pero entre los dieciocho y los veinte años no era una cosa con la que yo estuviera familiarizada. Mis compañeros hablaban de política y yo no entendía de política; tenía una conciencia vergonzante de esta carencia; envidiaba a mis compañeras porteñas que, en la mesa de un bar, opinaban o argumentaban con una seguridad de la que yo era incapaz. Intelectualmente era ingenua, no tenía pensamiento dialéctico. Creía todo lo que leía. El libro poseía una autoridad inmanente. Que un libro dijera algo que no era verdadero fue una cosa que me llevó tiempo aceptar. Esto fue más o menos así hasta los veintiún años cuando conocí a Abelardo Castillo y con él ingresé al primer grupo de discusión de ideas que conocí, la revista El Escarabajo de Oro.

Ferrero: A partir de ese momento, en que usted inicia sus estudios universitarios, la relación que usted tenía con la lectura y la escritura ¿se modificó, o siguió por el contrario siendo la misma? ¿Podría caracterizarla brevemente?

Iparraguirre: La lectura de descubrimiento de la adolescencia siguió sin modificaciones. Los mundos se abrían unos tras otros, cada uno portador de sus propios territorios: los griegos, la literatura medieval, la novela del siglo diecinueve. A la escritura personal se agregó aquella que empezó a exigirme la facultad. Los latinoamericanos y argentinos los leí por mi cuenta y, por supuesto Borges al que, como a Arlt, a Cortázar y a Sábato, había empezado a leer en el secundario. A los libros elegidos al azar de las librerías o recomendados se agregaron los de la “bibliografía obligatoria”. Borges ha hecho un chiste muy conocido con esto, diciendo que bibliografía obligatoria es una especie de oxímoron. A mí la bibliografía obligatoria me llevó a leer libros fundamentales a los que no hubiera llegado sola o a los que me hubiera tomado mucho tiempo llegar. Y algo más: descubrí que la lectura de la teoría y del ensayo me eran igualmente preciosas. En primer año de la Facultad la lectura del Curso de lingüística general de Saussure fue decisivo en ese sentido, el primer peldaño para comprender un objeto de estudio y una metodología y posteriormente, luego de muchas vicisitudes, a formarme la sociología del lenguaje. Años después, durante el proceso militar, cuando no pude defender mi tesis sobre variación (su base era sociolingüística y había grabado obreros en Loma Negra, en Olavarría), como una compensación misteriosa del universo de los libros, encontré en una librería Estética de la creación verbal, de Mijaíl Bajtín, el primer libro que leí de su obra. Y ahí empezó otra historia.

La escritura de ficción tomó un camino paralelo; no tuvo nada que ver con la facultad, casi todo lo contrario: la facultad desalentó mi inclinación a escribir ficción al mismo tiempo que me creaba un superyó crítico desproporcionado y bastante nefasto. De todos modos, yo no había entrado a la carrera de Letras para escribir ficción, no era lo que esperaba de la facultad, por lo que no me creó ningún conflicto. Salvo el de desarticular esa “autoridad” para pensar por mi cuenta. En la revista leíamos cuentos y ensayos a los que se criticaba fuerte, sin ninguna contemplación, y éste, el de aprender a recibir críticas muy duras pero honestas y certeras, tanto para la forma como para las ideas, fue para mí un aprendizaje fundamental.

Ferrero: ¿Cómo se produce su acercamiento a las revistas literarias en las que participó e incluso co-fundó? ¿Era lectora de revistas de su época? ¿Qué siente que aportaban las revistas a la discusión cultural y a los escritores que en ellas publicaban?

Iparraguirre: No, no era lectora de revistas. Fue un amigo de la facultad el que me mostró un ejemplar de El Escarabajo de Oro y me llevó por primera vez a una reunión de la revista en el café Tortoni. Yo ya conocía a Abelardo Castillo; un cuento suyo estaba en el programa de literatura argentina y, por mediación de una compañera, fue a darnos una clase a la Facultad. Esa noche, la del Tortoni, nos reencontramos; poco después volvimos a vernos, y un día estábamos viviendo juntos. Unos años después nos casamos. Entre otras cosas, recuerdo que me sedujeron su gran biblioteca y su manera de leerme en voz alta con entonación perorante y paranoica Lo que me gustaría ser a mí si no fuera lo que yo soy, de César Bruto. En su biblioteca conocí a Kenzaburo Oé y a Philip Dick veinte años antes de que esos nombres circularan por los suplementos literarios. Entonces, a la revista entré de una manera natural para mí: a través de Abelardo. Y por la revista, al grupo de escritores y poetas que hacían El Escarabajo de Oro: Liliana Heker, Bernardo Jobson, Irene Gruss, Vicente Battista. De a poco fui entendiendo el sentido de sacar una revista así; fui entendiendo el porqué de la pasión que ponían todos en hacerla y, con los años, llegué a darme cuenta de lo decisiva que fue para tanta gente. Fue un espacio de discusión para las corrientes de pensamiento que marcaron la época: el marxismo y el existencialismo, al mismo tiempo que pasaba revista a la literatura, al cine, al teatro de los sesenta. Releer El Escarabajo de Oro hoy asombra, lo digo estrictamente como lectora ya que yo llegué para los últimos números. Su lectura desinhibida de la cultura oficial, pero también de la izquierda burocratizada y del academicismo críptico fue única; el humor corrosivo de la revista es una de las marcas que más me gusta. El Ornitorrinco siguió el modelo del Escarabajo en cuanto a publicar narradores y poetas jóvenes e inéditos, pero enfrentó otra época: los años de la dictadura. Como revista política, el primer número apareció en 1977, tuvo dos líneas muy claras que no se programaron, se hacían, según las circunstancias, según lo que iba pasando: una, probar los límites de la censura (eran años en los que se hablaba mucho de la censura y de la autocensura) publicando cuentos o editoriales que aludieran directa o simbólicamente a la dictadura. Recuerdo, por ejemplo, el editorial de 1978 sobre la guerra con Chile por el tema del Beagle, donde se habla de esa guerra como de la “lógica de los imbéciles”; o de la publicación de un cuento aparentemente inocuo de Dino Buzatti: “Están prohibidas las montañas”, al que bastaba leerlo para llenarlo con el contenido de aquel contexto siniestro. O directamente de la publicación de la solicitada de las Madres pidiendo por los desaparecidos. Y segundo, la posición de la revista frente al problema del exilio que está notablemente explícito en la polémica de Liliana Heker con Cortázar.

Ferrero: Su acercamiento a los problemas del lenguaje la llevó a integrar equipos de investigación en la Universidad de Buenos Aires. ¿Podría contarnos en qué está trabajando ahora en relación a problemas lingüísticos con inserción académica?

Iparraguirre: Los equipos de investigación de los que formé y formo parte tienen que ver, básicamente, con la creciente y alarmante dificultad en niños y adolescentes para leer y escribir. Es decir: comprender las ideas básicas de un texto y, a la vez, estar en condiciones de producir un texto. El rango va desde la primera alfabetización hasta el ingreso a la Universidad. En los últimos veinte años los funcionarios han descubierto que la cultura puede ser un negocio y que puede dar buenos dividendos políticos. Pocos parecen darse cuenta de que para que un hombre o una mujer puedan acceder a los bienes de la cultura, para que puedan leer un libro, ver una película o una obra de teatro o escuchar música deben antes educarse; quiero decir, comer, tener salud y una buena escuela. A esta carencia —la de una buena escuela, y no hablo de los maestros— acuden los proyectos que menciono. Actualmente trabajo en el equipo de investigación de María Marta García Negroni. El tema es la comprensión y producción de lenguaje académico (monografías, ponencias, tesis, artículos, ensayos, etc.) y tiene como finalidad futura un manual de uso. Antes participé en un trabajo extenso de investigación que dirige Ana María Borzone, que dio y está dando resultados excelentes. La investigación tiene como eje el fracaso escolar en chicos por debajo de la línea de pobreza. Lo que dio origen a esta investigación y al correspondiente trabajo de campo (el inicial en Salta y Jujuy; luego en el conurbano bonaerense), fue la situación de desventaja de los chicos que viven en condiciones de pobreza extrema, especialmente en medios rurales y suburbanos, y que terminan expulsados del sistema formal. La propuesta de investigación se realizó desde un marco teórico en el que confluyen distintas disciplinas: psicología cognitiva, sociolingüística, psicolingüística y la teoría socio-histórico cultural de Vigotsky. La sociolingüística interaccional proporciona los instrumentos para conocer el mundo cultural de los chicos e incorporarlo al proceso de aprendizaje. Al trabajo de los investigadores se sumaron maestros, orientadores educacionales, y las familias de los chicos. Al ser una propuesta que parte de conceptos completamente distintos a los de la escolarización oficial, se debían crear los materiales desde cero. Libros de lectura y de ejercicios que incorporan la vida cotidiana de los chicos, sus personajes familiares, su entorno físico y geográfico, sus costumbres, su cultura. Incluso sus ruralismos en el habla. El propósito es que el chico no se sienta rechazado por el libro sino incorporado a él y que comprenda la utilidad de la escritura. El proyecto, desarrollado a lo largo de años demostró que, con la intervención adecuada, todos los chicos, incluso en las condiciones más adversas, pueden aprender a leer y a escribir, superando los riesgos iniciales de repetición y fracaso en un medio del que es dificilísimo salir y que parece estar condenado a reproducir el analfabetismo. El foco de la investigación está centrado en el modo en que cada chico aprende según su contexto particular y no el modo en que la escuela enseña.

Ferrero: ¿Le genera algún tipo de conflicto el dedicarse a la actividad universitaria y a la escritura creativa? ¿O ambas conviven pacíficamente, de modo integrado y armónico?

Iparraguirre: Conviven de manera integrada y armónica. Por el lado de la sociología del lenguaje que es mi campo específico, son áreas completamente distintas, aunque no tanto a la hora de “escuchar” hablar a los personajes. Con respecto a la teoría de la literatura, dediqué muchos años al pensamiento de Mijaíl Bajtín, en particular a su teoría y estética de la novela; esa teoría tiene que ver con la polifonía, la filosofía de la cultura, los géneros discursivos, la teoría social del lenguaje (o teoría del enunciado). ¿Quiere esto decir que estas lecturas teóricas me van a garantizar escribir una buena novela? En absoluto. Puedo saber mucho sobre teoría y escribir una novela muy mala. La génesis de la escritura literaria no tiene nada que ver con el conocimiento teórico, al menos para mí. No escribo programáticamente. Escribir una obra de ficción y hacer su análisis teórico o crítico aunque se tocan, pertenecen a operaciones de orden distinto. Cuando leo teoría no la confronto con lo que hago en ficción. Sospecho, sin embargo, que en un nivel profundo los dos órdenes están integrados no sólo entre sí sino con toda la intrincada red de lecturas que me constituye. Más allá de la experiencia vital y en un sentido intelectual y moral, un escritor está hecho de todo lo que ha leído.

Ferrero: ¿Recuerda algún episodio ligado a cómo lo académico y lo creativo se aunaron productivamente? ¿Podría por favor referirlo?

Iparraguirre: Pienso, es un descubrimiento de hace un tiempo, que en mi manera de construir lo narrativo está presente el cine, que mi primer modo de narrar y de organizar un texto narrativo se la debo, quizá, al cine, a la forma cinematográfica de contar una historia. Esa tendencia natural que viene de la experiencia muy temprana de ver cine, encontró, mucho más tarde, un concepto teórico con el que se relacionaba muy bien. Un doble concepto manejado por los formalistas rusos: fábula y ziushet. Una cosa es la historia (de modo general, la fábula), y otra cosa es la manera de organizar esa historia en el discurso, en la narración (ziushet), en el cine sería el montaje; a su vez, esa organización, ese montaje, pasa a ser la nueva versión de la historia. Esto tiene su contraparte en el plano de la lectura, porque, como dice Todorov, leemos a la vez una historia y un discurso.

Ferrero: ¿Cómo es la experiencia de escribir novelas? ¿Trabaja a partir de planes previos, va diseñando el esqueleto del conjunto o se abandona a cierta espontaneidad?

Iparraguirre: Va ser difícil de explicar porque la escritura de una novela es para mí un trabajo muy complejo que me compromete por completo; sin contar con que no sigo un sistema, no tengo método. Voy descubriendo cómo es la novela a medida que la escribo. Cada una de las novelas que he escrito me ha propuesto una resolución formal diferente: tuve que descubrir cómo hacerlo. Cada historia trae su forma implícita y hay que descubrirla y desarrollarla, en muchas etapas, en medio de permanentes vacilaciones y fracasos, de descubrimientos que se dan durante el mismo proceso de escritura, a veces a último momento. Para mí, cada novela que escribo es una especie de experimento; no quiero decir experimental, sino experimento personal. Es lo que tiene de misterioso y de provocativo el género. No me pongo ninguna traba; yo descubro en la escritura lo que voy queriendo decir y es la escritura misma la que me lleva más y más lejos. Y todo lo que tengo que decir se agota en esto. Siento una prevención instintiva a hablar de los procedimientos internos que me llevan a escribir.

Ferrero: ¿Cuál es el punto en el que deja de corregir un texto? ¿Algo le dice el texto o algo le dice usted al texto para que se produzca ese fin?

Iparraguirre: Hay un momento fatal, al que le temo, cuando empiezo a cansarme del texto y sus vericuetos; cuando empiezo a aburrirme. Creo que es una manera de avisarme a mí misma de que ya está, de que lo deje ir. De todos modos, vuelvo a corregir siempre. Para otras ediciones, por ejemplo.

Ferrero: ¿Qué autores o autoras suele releer con asiduidad? ¿Podría mencionar qué encuentra en ellos de necesario para revisitarlos?

Iparraguirre: Joyce fue una lectura capital. Primero por esa cosa difícil de explicar de la empatía personal, profundamente subjetiva, con una prosa, con una obra; después porque Joyce representa para mí la puesta al límite de la necesidad de comunicación. Sería largo de desarrollar aquí, pero primero Ulises y luego Finnegans Wake me parecen la prueba de alguien que apostó su cabeza a la necesidad de comunicarlo todo. “Los muertos” es un cuento de mi antología personal. Tolstoi, al que no sé cómo describir, más grande que la vida, ya se ha dicho mil veces. Borges, el placer inagotable de una prosa; Roberto Arlt, al que vuelvo permamentemente para encontrar esa crispación, esa tensión, ese riesgo que solamente encuentro en Arlt. Los antagónicos Rulfo y Carpentier. Puig de Boquitas pintadas, nadie puede llegar más lejos en esa dirección. Releo a Sarmiento con la renovada sorpresa de encontrar la mejor prosa que se ha escrito en la Argentina, no hay página de Sarmiento que no me arrastre y me obligue a seguir. Los ingleses: Sterne, Fielding, Meredith el placer de la ironía, tan por encima del “amable lector” al que se dirigen. Mishima, Virginia Woolf, Katherine Mansfield, Mercé Rodoreda; Proust. Salinger, Flaubert, Chejov. Kafka, él solo es todo un universo: El Castillo, una experiencia tan extraña e intensa que no admite comentarios. Los norteamericanos fueron muy importantes para mí: los inmensos Faulkner y Melville, Salinger, Carson MacCullers, Flannery O’Connor, Walt Whitman. Y por supuesto la poesía, Miguel Hernández, Pound, Milosz, y no sigo más porque las enumeraciones son traicioneras.

Ferrero: La Patagonia ha sido el escenario de varios libros de viajeros y de varias novelas argentinas. En lo que a usted respecta ¿cómo se produce la proximidad a ese núcleo imaginario y real que es el territorio de nuestro Sur argentino?

Iparraguirre: Llegué a ese territorio de manera imaginaria, hace veinte años, en 1986, cuando hacía la corrección de estilo de un libro sobre los yámanas, del antropólogo Martín Gusinde, donde se mencionaba la historia de Jemmy Button. Entré a Tierra del Fuego a través de un indígena que había vivido en los canales fueguinos a principios del siglo diecinueve y que había sido llevado a Londres por el capitán Robert FitzRoy. Seguí la historia de Button en bibliotecas de Buenos Aires; después en Ushuaia, por último en el Public Record Office, de Londres y en la Biblioteca de la Misión Anglicana, también en Inglaterra. Cuando tuve el primer borrador completo de la novela, sentí la necesidad, diría que urgente, de conocer el lugar de los hechos. Y fui a Ushuaia por primera vez. La Tierra del Fuego se me presentó como un territorio real, geográfico, a la vez que imaginario y mítico. Así está hecho, de viento y hielo y de relatos entrecruzados. Sería el primero de muchos viajes. El encuentro tuvo resonancias profundas; el paisaje me produjo un efecto a la vez desmesurado e íntimo y casi me paraliza.

Ferrero: ¿Ve la Patagonia como una zona con futuro o, por el contrario, con pasado, como para extraerle sentido literario?

Iparraguirre: La Patagonia se ha transformado en una especie de marca. Felizmente la región genera su propia circulación literaria, sus propios anticuerpos. El futuro lo tienen ellos, los que viven allá. La Patagonia real, la que yo conozco, es un mosaico de gente de distintos lugares del país, de científicos, de grupos ecologistas, de comunidades indígenas, de personas aisladas en la inmensidad que tienen que enfrentar el terrible invierno, de esquiladores analfabetos que deben hacer cuatro horas a caballo para llegar del puesto en que viven al galpón de estancia, gente que ignora por completo que vive en una tierra rodeada de un aura de misterio. En este sentido, es sorprendente la dispersión de la Patagonia (y del Cabo de Hornos) como nombre de resonancias legendarias en la literatura universal, en autores tan remotos entre sí como Blaise Cendrars, Melville, Malcolm Lowry o Poe. Y, al mismo tiempo, en libros testimoniales, de viajeros. La mirada de los primeros viajeros sobre la Patagonia reproduce modelos europeos, le sobreimprime ideas y nociones que nada tenían que ver con el lugar real. Es aquella mirada desde la cubierta de los barcos la que crea el mito de la Patagonia (los patagones, la ciudad perdida de los Césares, el canibalismo, el desierto). La mirada de los viajeros alimenta, quizá más que la de la ficción, ese halo de misterio y exotismo que llega hasta hoy. El exotismo es una cuestión de perspectiva: en Alemania les parece exótica la manera de asar el cordero patagónico; para un peón de Tierra del Fuego es su forma de comer, tan automática que apenas podrá reflexionar sobre ella. Creo que, en los últimos tiempos, se ha ido formado un nuevo exotismo del frío, así como en los sesenta la literatura latinoamericana estuvo marcada por el exotismo tropical, y muchas veces reducida a él.
La Patagonia como territorio ha generado una doble corriente: gente de diferentes partes del país y de diferentes partes del mundo han producido una épica: la de los pioneros. Y los habitantes ancestrales, una antiépica: la del exterminio indígena. Hay dos relatos; del segundo casi nadie quiere hacerse cargo y es muy cruento. Todo esto ha sido tema para la literatura. Actualmente existe un movimiento literario patagónico muy fuerte, sobre todo de poesía; hay sellos editoriales y revistas literarias. Lo que percibo es que hoy, en ese espacio a la vez real e imaginario, conviven géneros, estilos, artes y discursos diversos: cine, periodismo, poesía, libros de viaje, documentales, fotografía, novelas, investigaciones científicas, que me gusta llamar “contrarrelatos”. Y en el medio de todo, también mucha gente casual, oportunista, que llega, mira y se va y cree haber descubierto algo para decir. O que usufructúa económicamente el lugar, el nombre y el mito. La Patagonia es la gente que vive y trabaja allá y detrás de ellos, sosteniéndolos o trascendiéndolos, un paisaje que sigue siendo alucinante.

Ferrero: La escritura es una cosa y la publicación otra. ¿Cómo se produjo su acercamiento a una editorial que la publicara por primera vez siendo inédita?

Iparraguirre: Durante la dictadura había escrito y corregido mis cuentos; tenía un libro terminado (En el invierno de las ciudades) y algunos cuentos de otro nuevo (Probables lluvias por la noche). Pero sólo mucho después de llegada la democracia puede publicar. No me preocupaba demasiado, por no decir nada. Seguramente había algo de temor. El que me impulsó sin descanso a escribir y a publicar fue Abelardo. Con unos amigos, en el 87, creamos un grupo, “La rosa de cobre”, e hicimos un trato de coedición con Editorial Galerna. Funcionaba como cooperativa. Se mantuvo muy bien y sacamos catorce libros. Nos tocó una de las hiperinflaciones más aplastantes, la del 89; pedimos dos créditos al Fondo Nacional de las Artes y así seguimos. Así salió mi primer libro.

Ferrero: ¿Podría referir el impacto que le causó verse publicada por primera vez? ¿Podría historiar las circunstancias de ese episodio?

Iparraguirre: Por un lado, fue lindo y divertido porque éramos un grupo. Me gustó el libro, yo había elegido la ilustración de tapa: era una vieja postal rusa. Para mi sorpresa, la crítica, en general, me trató muy bien. En mi familia y en mi ciudad causó, supongo, algún desconcierto o, tal vez, la certificación para algunos de que yo me iba a dedicar a algo así como “a escribir”. No puedo decir mucho; creo que me lo tomé con calma, aunque sin duda hubo un principio de alarma, de responsabilidad. No pienso mucho en estas cosas. Mis procesos de aceptación y rechazo, de gestación de lo que escribo son fluctuantes y lentos, es una alquimia que se desarrolla en profundidad. Mientras tanto está la vida, lo que uno hace, el amor, los otros, la política, la miseria en la que vive tanta gente. Tardó tanto en salir mi primer libro que, cuando salió, yo ya estaba terminando otro libro de cuentos, había avanzado con El Parque y tenía un cuaderno lleno de los apuntes iniciales de lo que sería La tierra del fuego. Un primer libro publicado no es nada; puede ser una casualidad, hay que sostenerlo después. Salvo que seas Kafka y se trate de La Metamorfosis, por supuesto. Lo importante viene con el tiempo: cuánto te alejás de Kafka o cuánto permanecés, latiendo tímidamente, en un borde lejano a ese centro. Tal vez perseverando logres decir algo del mundo que valga la pena que otro lea.

Ferrero: Muchas Gracias Sylvia, por responder a mis preguntas.

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