Grafemas

Boletín de la AILCFH

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Crítica: Guadalupe Pérez-Anzaldo, University of Idaho
Publicado en Grafemas diciembre 2007

La memoria como sujeto de discurso en La bobe de Sabina Berman

Para Sabina Berman, de ascendencia judío-ashkenazi, la memoria es la base de su identidad. Ella se reconoce como parte del grupo minoritario al cual pertenece la comunidad judía, pero al mismo tiempo se siente completamente integrada al país que la vio nacer, México; tal y como ella misma lo afirma:

Each person is a unique hybrid, not reproducible, of her or his circumstances. To be a Jew has meant, historically, having a sharpened consciousness of partaking of at least two destinies. I am Mexican and I am Jewish, and I am Jewish-Mexican and Mexican-Jewish. I am Mexican by decision and following many years of studying what it is to be Mexican; I am also Jewish by choice and by faith.” (Glickman 13) 

Es importante resaltar, además, que en algunos de sus textos el lenguaje adquiere una gran relevancia puesto que es el vehículo por medio del cual logra reconstituir, aunque sea de manera fragmentaria, no sólo la memoria familiar sino también la colectiva. En ese sentido, el castellano adquiere un nuevo matiz al ser utilizado por ella para este fin. Como observa la misma Berman, al ser cuestionada sobre las autoras que la influyeron, su admiración por Esther Seligson se fundamenta, en parte, en el uso que dicha escritora hace de este lenguaje:

Le oí responder a un crítico israelí que se quejaba de que ella estuviera en México y no emigrara a Israel, porque Esther pasaba en aquel entonces la mitad del año en Israel. Y se quejaba de que Esther, teniendo un hebreo completamente fluido, escribía en español. Ella dijo: “Sí, pero es que Dios me puso aquí para volver del castellano una lengua sagrada”. Me acuerdo de esta frase y además se la creo. (Hind 17-18)

Es decir, Berman también está haciendo del castellano una lengua sagrada por medio de la cual rememora y revalora sus raíces en el México actual. De ahí su interés por (re)crear historias con temática judía, tal es el caso de su texto Herejía (1983). En dicho drama que la hizo merecedora del Premio Nacional de Teatro de ese mismo año, subyace la crítica hacia la intolerancia religiosa al presentar la persecución de Luis de Carvajal y de la Cueva perpetrada por la Inquisición. La importancia de este texto radica en que, aunque no fue el primero en presentar una temática judía en las letras mexicanas, sí fue el primero “to present on stage in Mexico both the Inquisition and its particular effects on a real family” (Cypess 171). 

En lo que se refiere a su novela La bobe (1990), Berman se enfoca nuevamente en la temática judía, pero en este caso, ficcionaliza su propia historia familiar. Dicha novela, por lo tanto, es también una evidencia irrefutable de la diversidad que caracteriza a la nueva narrativa mexicana y es, al mismo tiempo, una celebración a la memoria. A partir de la memoria individual (una mujer de origen judeomexicano rememorando sus vivencias al lado de su abuela) se pretende recuperar la memoria colectiva, la historia compartida por millones de sujetos diaspóricos judíos. Esta recuperación, se percibe a partir del mismo título de la novela que pone de manifiesto no sólo la hibridez lingüística sino también la cultural, étnica y religiosa que permeará en toda la narración. El que Berman haya elegido titular su texto con la palabra en yidish que significa “abuela” puede indicar, según Darrell B. Lockhart, una manera de diferenciar y colocar al texto como una narración del Otro. Para dicho crítico, además, bobe es una palabra especial porque denota cariño (162). Sin embargo, no se trata simplemente de indicar la diferencia de un Otro, sino también la especificidad cultural del signo bobe que no posee una traducción exacta en español. Si bien a nivel del diccionario, bobe significa “abuela”, dicha palabra posee connotaciones distintas en ambas culturas.

Es cierto que La bobe no es el primer texto donde el español de la narración está salpicado de términos en yidish o en hebreo, la primera fue Las genealogías de Margo Glantz, pero sí es la primera en tener un título en yidish. De tal manera que la incorporación simultánea de dos o más idiomas, tal y como observa Lockhart, pone de manifiesto la hibridez cultural que está siendo narrada con respecto a México, así como también representa una forma de resistencia hacia los trabajos hispánicos canónicos monolingües. Otro aspecto significativo es la elección de la figura emblemática de la abuela por parte de su autora, puesto que tanto en la cartografía cultural mexicana como en la judía, ésta pertenece, en distintos grados, a campos semánticos correspondientes a los conceptos de: fortaleza, sabiduría, integridad, armonía, continuidad, núcleo, tradición y unión familiar. Sin embargo, a diferencia de la abuela en la familia monocultural, la bobe, como miembro de la primera generación, posee también saberes marginales a la nación mexicana que le trasmite a la nieta, otorgándole, de esta manera, un umbral hacia sus orígenes. 

Es así como la genealogía en esta novela se da a partir de un subalterno, al cual se le asocia, a lo largo de toda la narración, con el color blanco. Este color es importante porque, en el repertorio simbólico es sinónimo de pureza, luz, santidad y divinidad. Bobe, por lo tanto, “transfers her Jewish Viennese world to Mexico, where she lives anachronistically like an aristocrat, isolating herself in her religion, tradition, and multiple languages (Yiddish, Polish, and German), while ignoring any contact with the Mexican world” (Glickman, Jewish 309).

Al inicio de la novela, la voz perspicaz de Sabinita (en clara relación con el verbo saber), pone en evidencia la perspectiva muy particular de una mujer adulta; o como diría Magdalena Maíz-Peña: el personaje femenino “reveals herself through the voice and vision of a child/adolescent, and this youthful perspective maps and filters her emotional, social, cultural, religious, psychological, and political topography” (20-21). Por consiguiente, al contar la historia de la abuela, la narradora usa un acervo pletórico de signos religiosos y sociales que hacen evidente el conocimiento de una cultura subalterna. Esta visión revisionista de la mujer adulta celebra una hibridez cultural que, a su vez, promueve nuevas cartografías de identidad en la sociedad mexicana. Es por eso que en la elaboración de La bobe, llama la atención el uso de la religiosidad y de los diferentes lenguajes para intentar hacer de la figura de la abuela, un personaje central y no periférico. 

Con respecto al uso de los diferentes lenguajes en la novela debe señalarse que, de la misma manera que la nieta y su abuela intercambian su conocimiento del español  y del yidish, así también el lector aprende diferentes palabras del idioma de la comunidad judía ashkenazi y algunas otras en hebreo. Ese intercambio cultural entre nieta y abuela ocurre, por ejemplo, en su visita al zoológico: “Mi abuela me dice al oído: szirafen: jirafas en yidish, y una jirafa, arrogante y despaciosa, hunde, apenas, el hocico en el bebedero de agua... Ber, me lo dice acuclillada frente a mí. Ber, doblando en la b los labios uno sobre otro. Ber, digo... Oso, le digo yo al oído a la abuela. Lo piensa; dice, con cierta extrañeza: Oso” (9-10).  Es como si la narradora, al incluir la traducción de las palabras que utiliza en yidish, quisiera dar nueva información al lector no conocedor de la cultura judía, para que comprenda un signo cultural diferente al propio. Al igual que la niña a su abuela le enseña a hablar correctamente el español, al lector le enseña a conocer algunas palabras del idioma de su familia judía y, sobre todo, algunos aspectos del judaísmo, en su función de mediadora.

Por otro lado, es muy relevante que la novela empiece y termine con la escena de la abuela muerta en la tina de baño. Metafóricamente, la abuela regresa a donde nació: bajo el agua, origen de la vida. Morir y nacer son procesos naturales y parte de un tiempo cíclico fuera del tiempo cursivo de la nación. A ese tiempo cíclico ligado a la subjetividad femenina es al que se refiere Julia Kristeva cuando señala que, “We confront two temporal dimensions: the time of linear history, or cursive time (as Nietzsche called it), and the time of another history, thus another time, monumental time (again according to Nietzsche), which englobes these supra-national, socio-cultural ensembles within even larger entities” (Moi 189).  

La muerte de la abuela es transformada en presencia por Sabinita debido a que logra hacer de ese suceso “un núcleo gravitacional narrativo que refleja a capricho circunstancias, contextos y coordenadas individuales y colectivas multidimensionalizando la historia personal más allá de calendarios y mapas invisibles del presente narrado” (Maíz-Peña 285). Por otra parte, el color blanco usado insistentemente por la narradora a través de toda la historia, es el sello característico de la divinidad y, por consiguiente, es fundamental para entender el por qué se dice que la abuela regresa pura al tiempo fuera del tiempo cursivo:

Está en la tina, recostada, más pequeña que lo largo de la tina, está pensando.  Piensa: Bendito seas tú mi Señor Rey del Universo. Es un instante blanco: toda ella es muy pálida, su carne es del color de la leche, es tan delgada que sus rodillas blancas son lo más ancho de las piernas, cortas y enjutas; llegando a los tobillos se notan las venas verdes, las arterias azules (esa red de venas y arterias que yo le miraba con detenimiento cuando me llevaba al vapor. (8)

La descripción de la muerte de la abuela enfatizando los colores primarios (verde, azul, rojo) para describir su cuerpo y la lucha entre los polos opuestos enmarcados por lo negro de los ojos y lo blanco (vida/muerte) presenta la figura de la abuela en conexión directa con lo sagrado.  Por medio de la imagen y la palabra con que la nieta describe los momentos agónicos de su abuela se consigue, precisamente, la unión de la vida con la muerte en un todo absoluto. La abuela, por consiguiente, es representada como mártir; y el color rojo de la gota de sangre es una alusión al sufrimiento y al derramamiento de sangre del pueblo judío a lo largo de la historia.  Desde la perspectiva de la nieta que está imaginando la muerte de su abuela, la repetición de la oración “Bendito seas tú mi Dios del universo”, dicha dos veces en español y una en Yidish, enfatiza no sólo la posesión dual (dos lenguajes) en una circunstancia bicultural, sino también una noción particular de lo divino. La abuela, quien está ligada a lo sagrado, es precisamente la encargada de transmitirle a su nieta “the mystical experience of Jewish religion, through the perception of the Ein Sof: the Light of the Eternal” (Gickman 309).

Al comentar las diferentes experiencias de la abuela mediante ejemplos en los que su acción es determinante para salvar a la familia y escapar de la persecución nazi durante la Segunda Guerra Mundial, Sabinita pone en evidencia la condición subalterna de la misma abuela, de ahí que Sabinita diga: “Esa es mi abuela para mí: la mujer que se manda abrir una muela de juicio para guardar un diamante y luego, cuando los últimos recursos se han agotado y ya nadie sabe cómo continuar el viaje, se saca el diamante y pregunta: ¿sirve?” (31). Esta subalternidad por parte de la abuela, le permitirá establecer una influencia directa en los miembros de su familia, mostrar la valía de su condición de mujer y su inserción histórica como sujeto femenino contestatario.

En la novela se puede observar que la abuela es un personaje cuya noción de identidad se fija en las experiencias de marginación y persecución nazi de la comunidad judía en Polonia (Holocausto) y en Rusia. Su memoria es, por lo tanto, un soporte esencial de su identidad. Por medio de la memoria se logran recuperar los tiempos y espacios perdidos, desestabilizando la noción de que el pasado es un tiempo homogéneo y vacío. Como ha observado Walter Benjamin, a la exacta dimensión de la historia, del pasado, sólo es posible acercársele en los momentos de peligro. Este filósofo de origen judío, ahondando en la crítica que hace sobre la memoria e historia de los pueblos y sociedades, señala la importancia del distanciamiento e imparcialidad con respecto a éstas últimas, porque: “There is no document of civilization which is not at the same time a document of barbarism” (Theses 257). En La bobe, sin embargo, es importante destacar que no se trata simplemente de recordar sucesos del pasado, lo que en sí implica un proceso complejo debido a que, según su entorno social, cada individuo reproduce, reconstruye y reinterpreta  el pasado de una forma fragmentaria y parcial, sino de entregar un acervo identitario a la nieta. 

De tal manera que la memoria filtrada por la voluntad de la abuela es precisamente ese acervo identitario que ella le entrega a su nieta en el rol de transmisora de aquella cultura cuya supervivencia es amenazada por la diáspora y el poder de una cultura dominante no sólo ajena a la cultura judía, sino también permeada, a nivel social y religioso, de prejuicios en contra de lo judío. La hibridación lingüística y cultural, a la que conlleva el recuento de la vida de la abuela, logra formar una imagen más completa de lo que significa ser una mujer judía en la mente de la nieta. Por medio de la escritura, la nieta re-crea la identidad de su abuela y hace de ésta su herencia cultural y un modelo identitario del que se apropiará para darle vida a su propia historia.

Por otro lado, es importante destacar que en La bobe, hay un proceso de formación de un sujeto de enunciación femenino –en referencia al término utilizado por María Inés Lagos- pero, de ninguna manera, aparece la resolución del Bildungsroman tradicional. Lo que destaca en esta novela es la interioridad del proceso de formación y la presencia constante de una subjetividad.  Aquí esa subjetividad adquiere un valor prioritario, puesto que se trata de las experiencias de una niña en el entorno cerrado de la casa de su abuela; es decir en el ámbito doméstico. El hogar, en este caso, funciona como el centro generador de la herencia cultural y la abuela es la encargada de trasmitirle la memoria sagrada que corresponde a la identidad judía. Sabinita nos transmite una memoria infantil la cual se fundamenta en imágenes y sensaciones de vida y cosas pasadas: ella recuerda objetos tangibles tales como las sábanas, la loción usada por su abuela para perfumarlas, el collar de perlas, sus botitas de charol, etc. Su experiencia infantil gira en torno a su familia y a su escuela y en ese conflicto interior que le produce el presenciar las constantes discusiones entre su madre y su abuela. Ellas representan, según observa Nora Glickman, la trasformación de la cultura judía a través de la historia que se vive en México y en otras partes:  “This novel, which spans over twenty years (from the fifties to the seventies), is told through three feminine voices: those of the grandmother, her daughter, and her granddaughter. In this way the reader acquires a consciousness of the historical trajectory of Mexican Judaism in this century, from Orthodoxy to atheism” (308).

A diferencia de la abuela, la madre de Sabinita está completamente asimilada a la sociedad mexicana: no solamente domina el español, sino que además es una profesionista con una posición diferente frente a la fe religiosa que profesa su madre. En el día del Perdón, por ejemplo, su madre hace una breve aparición en la sinagoga y, después de sentarse en la sección de mujeres, comienza a leer La interpretación de los sueños de Freud (79) mientras que las demás mujeres están rezando. Con ello, queda claro que aunque la madre es una iconoclasta, aparenta seguir con los ritos religiosos. Por otra parte, el mundo de Sabinita, quien representa a la tercera generación, oscila entre los dos signos culturales, el de la ortodoxia y el ateismo, representados por su abuela y su madre respectivamente. 

Lo anterior se ejemplifica en la definición que ambas le dan a la luz  que ve Sabinita cada vez que entrecierra sus ojos:

Hay en mí algo como una cinta donde todo se imprime con una pulcritud absoluta: la mente, diría mi madre; Ein sof, la sustancia de Dios, diría mi abuela; Eso, según lo he nombrado yo: una cinta de luz donde se imprime ese momento, donde se imprimen sucesos que tal vez no entiendo pero vendrán a mí para explicar otros sucesos que a su vez se explicarán gracias al recuerdo. (65)

Paulatinamente, la personalidad de Sabinita va nutriéndose de ambas perspectivas lo cual conlleva cierta tensión, pero siempre prevalece la evocación de las enseñanzas y la vida de su abuela; es por ello que ésta última es el fundamento de la novela, de la nueva vida con un anclaje en la identidad ancestral. La abuela, en ese sentido, va a ser no sólo el eje de la narración, sino también el punto de apoyo en el que la niña sustentará su crecimiento físico e intelectual. 

Por otra parte, es importante recordar que lo que Sabinita está aprendiendo acerca de su cultura de origen es lo que Ato Quayson ha llamado la “posmemoria”; es decir, sólo ha recibido residuos de la cultura judía, nunca la cultura total. Lo que su abuela le entrega es el acervo sagrado de la comunidad judía visto a través de los ojos de una persona mayor que adapta y selecciona pasajes de ese conocimiento milenario, así como también aspectos personales muy selectivos de su vida y su parecer, pero nunca su historia completa. Sabinita está muy consciente de ello y es por eso que se refiere a los fragmentos que forman el pasado de la siguiente manera:

Imágenes que de niña fui coleccionando, recogiendo aquí y allá, en casa de mis tíos, de mis padres, con la perseverancia con que otros niños coleccionaban estampas o mi hermano mayor timbres postales. Como los timbres postales le dieron a mi hermano una idea vaga de la amplitud del mundo, a mí estas imágenes. Estas pocas imágenes: tardaré años en ordenarlas y descifrarlas y al final siempre me parecerán escasas. No sé, tal vez el pasado no puede ser sino una escasez de imágenes.... (30) 

El saber acerca de su pasado surge en la mente de la pequeña en toda su plenitud. Su curiosidad, su deseo por saber y conocer, es por sí misma el motor de su indagatoria que la conduce a la sapiencia. La enormidad de la tarea propuesta por la memoria se problematiza al vislumbrar la vastedad del mundo que la niña va descubriendo a su alrededor en oposición al descrito por su abuela. Sabinita sólo puede reconstituir la historia familiar y la propia de la misma manera fragmentaria y selectiva que le ha sido entregada; la nieta está consciente de ello cuando exclama: “Esto quizá lo agrego yo al recuerdo” (76). Las elecciones y cuestionamientos que se hacen del pasado, marcan el viaje existencial y mental por el que Sabinita deambula a lo largo de su vida. Las experiencias nunca vividas, son precisamente, las que le dan a la niña la pauta al conocimiento de tres historias: la del pueblo judío, la familiar y la personal. 

La identidad de la niña va formándose con la reconstitución de su pasado familiar, de sus orígenes. La abuela, en este caso, no sólo es el pivote de esta identidad, sino que también es el eje de la autonomía de la nieta. En este sentido, la transformación física de la figura de la abuela a lo largo de la narración, es precisamente la que va marcando la independencia de la niña quien, a su vez, se va convirtiendo poco a poco en mujer libre, decidida y autosuficiente. En el recuerdo de la niña de cinco o seis años permanece la imagen imponente de su abuela quien, al llevarla de la mano por el Zócalo de la ciudad de México, la obligaba a levantar su brazo de la misma manera que ella llevaba tomada de la mano a su muñeca: “Contra el perfil de la abuela se recorta la Catedral: el reloj dorado en lo alto de la Catedral: el perfil de la abuela se adelanta y lo cubre” (20). Al equiparar y engrandecer la figura de la abuela con uno de los más tradicionales e imponentes edificios mexicanos, la pequeña Sabinita le está confiriendo la grandeza mítica de la nación misma; logrando, además, “eclipsar el culto cristiano” (Baer 576).

Con el correr de los años, esa imagen engrandecida  de la abuela, se va alterando y empequeñeciendo contrastando con el crecimiento de la nieta que se va independizando y por eso afirma que: “Es como si mi abuela fuera mi infancia desechada, un vestido viejo que no deben ver. Una muñeca cursi. Me vuelvo. Qué pequeña es ya la abuela: apenas debo alzar un poco los ojos para mirarla a los ojos” (75-6). En este momento la abuela sufre, ante sus ojos, una merma en su calidad de persona puesto que ahora es comparada con una “muñeca cursi”; es decir, la figura  respetada de la abuela es causa de vergüenza para esta niña que cuenta ya con doce años de edad cuando se encuentra ante la presencia de sus amigas; pero, en su fuero interno reconoce la valía y la constancia de las tradiciones culturales, aunque las amolda  a su parecer. 

Es en esa época que la adolescente comienza a discernir lo que es ser mujer en la sociedad judía de dominio patriarcal. Ella identifica a su abuela, gracias a las palabras de su madre, con ese tipo de mujeres que “cocinan y callan, dan de mamar y callan, ponen flores en los jarrones, trenzan los cabellos de sus hijas, les enseñan canciones a los niños mientras limpian los zapatos, lustran los muebles, acatan las decisiones de sus maridos, y callan” (58).     Sabinita, por su parte, se niega a continuar con las injusticias sufridas por las mujeres a causa de las tradiciones de una sociedad patriarcal como lo es la judía. Es por ello que, precisamente en el día del Perdón, ella toma una decisión muy importante en su vida. A los doce años, edad en la que según explica ella misma, es ya “responsable” de sus actos y sus “omisiones ante Dios”, (80) ella decide sentarse en la sección reservada para los varones junto a su abuelo y no con las mujeres al lado de su madre y de su abuela. Este es el momento crucial en la novela, puesto que la niña reafirma su identidad al lado de los hombres, de su abuelo. 

Sabinita, por consiguiente, no quiere pertenecer al grupo de mujeres sumisas al que pertenece su abuela y por eso razona de la siguiente manera: “Subo al podio con mi abuelo y me guardo bajo su chal de seda. Así es: elegí. Tengo el cabello muy corto, los ojos grandes, nado dos kilómetros cada tarde, mi cuerpo es tenso y erguido, me expulsan de la escuela por respondona: nunca volveré a la sección de mujeres mudas, aunque me caiga el rayo de Dios encima” (83). De esta manera, queda claro que la niña  se niega a continuar con las tradiciones de la sociedad patriarcal a la cual pertenece, misma que le impone el silencio y la obediencia a todas las mujeres; paradójicamente, en este primer rechazo a la sumisión femenina se  puede ver una adecuación, puesto que sigue acompañando a los miembros de su familia y a los de su comunidad. Lo diferente es que ella no quiere depender ni estar a la sombra del hombre; porque intuye que la mujer, en la cultura judía, ocupa un lugar marginal. 

De acuerdo a las ideas de la comunidad judía ortodoxa, misma a la que pertenecen sus abuelos, a la mujer no sólo se le considera impura para presidir los ritos religiosos, sino que también se le ve como un ser débil carente de la fuerza suficiente para valerse por sí misma. A este respecto, Guadalupe Cortina, citando a su vez a Judith Plaskow, señala que: “La vida de un hombre siempre toma precedencia sobre la de ella, solamente el marido puede expedir carta de divorcio, todo lo que ella posea al momento del matrimonio pasa a ser automáticamente del marido, a menos que se hagan provisiones al respecto” (39). Es importante señalar que, en cuanto a la posición marginal de la mujer, hay una similitud entre la sociedad patriarcal mexicana y la judía.

Otro momento importante en el proceso de formación de la nieta ocurre a sus trece años.  A esa edad, su rebeldía se hace aún más patente al celebrar el Día del Perdón con un grupo de amigos jipis en un templo muy peculiar: la habitación de una casa particular. El conflicto generacional de finales de los años sesenta entre padres e hijos, nietos y abuelos es evidente en esta etapa de la vida de la nieta. En esta época, los movimientos juveniles presentan un movimiento contracultural de gran envergadura que cambian dramáticamente con las costumbres y tradiciones precedentes. México no es la excepción y ante el frenesí citadino, Sabinita asume el deseo juvenil que apuesta por el cambio. 

Ella continúa el impulso revolucionario de esta época y lo manifiesta en su comportamiento y crecimiento intelectual. Es por ello que, en ese día tan especial para la religión judía, la nieta reza junto a un grupo caracterizado por la mezcla de géneros, lenguas y costumbres culturales y religiosas en donde cada miembro nombra a Dios de diferente manera: “Eva lo llama consistentemente Eso. Moisés, un joven hermoso hermoso hermoso, y que se sabe hermoso, lo llama Yo, y en momentos de alta beatitud, Yo Divino. Yo, una gota menos vanidosa, lo llamo Eso, a veces Ein sof” (86). Es así como las enseñanzas de la abuela sobre el Ein sof aún perduran en la nieta, pero ahora transformadas según su propio sentir. 

El rechazo de su abuelo por no haber asistido a la sinagoga a celebrar con su familia tan importante evento religioso tiene poco efecto en ella. A esa edad, su abuela es una figura encorvada que ha transformado significativamente su manera de vestir: usa tenis en lugar de zapatillas, una mantilla negra en lugar de un sombrerito y ya no lleva guantes. La abuela vuelve a recobrar su propiedad humana ante los ojos de la adolescente, quien además comienza a sentir un instinto protector hacia ella: es así como los papeles se invierten en extremo: “Camino apretando su brazo contra mi costado, con un aire maternal. Pero hay cierto fingimiento en mi calidez, cierta arrogancia poco encubierta. Juego a ser la madre de mi abuela” (90). La transfiguración de la abuela es aún más evidente cuando su nieta tiene ya catorce años. Sin embargo, a pesar de que su cuerpo es aún más pequeño, la abuela continúa transmitiéndole, a través del afecto, un saber que difícilmente adquiriría en la escuela y en los libros: la noción de Dios o de esa luz que ella llama Ein sof. Es por ello que cada cosa o evento en su vida, adquiere un matiz sagrado cuando su abuela interviene; tal es el caso del momento compartido por ambas en el parque:

Nunca nadie ha visto al viento, dice en yidish. Vemos lo que hace, oímos lo que hace, lo que hace lo sabemos, pero al viento no, nunca nadie ha visto al viento.  Eso decía mi abuela… Yo pienso en lo que recién ha dicho, y pienso que en español es mucho más hermosa la idea. Viento, tiempo. Acerco mi cabeza a la suya y se lo digo en español, en secreto. (109-110)

El acercamiento de la niña con la abuela es ya pleno; al compartir el secreto en torno a los aspectos trascendentalmente sagrados y conferidos a los conceptos del tiempo y del viento hace su relación todavía más íntima. En el gesto de la niña, susurrándole a la abuela en el oído las palabras en español “viento” y “tiempo”, se percibe una amistad sincera. La niña dice lo que en ese momento siente y aclara sus preferencias por la lengua materna. De esta manera, queda claro que la nieta va a asimilar y a adoptar el conocimiento transferido a ella por parte de su bobe, pero en español. La lengua española se convierte para ella en el vehículo para expresar lo sagrado desplazando al yidish. Es así como la adolescente deja oír su propia voz y sus propias ideas; la abuela, como el viento y el tiempo, queda en su memoria como algo que ya no se puede ver pero que, sin embargo, trasciende. La abuela, hasta el último minuto que tuvo de vida, fue para su nieta un ejemplo “de cómo se deben terminar las cosas. No se muere hasta poner todo en orden.  Hasta perdura para ver la separación e individuación en forma de rebelión de la nieta. Es decir, se muere cuando la nieta ha podido establecer su propia identidad” (Baer 578).

Por otro lado, es muy significativo que la muerte de la abuela Minka, como la llamó insistentemente su esposo después de muerta, ocurra el mismo día que se celebra el Shabat, puesto que ello reafirma la comunión de la abuela con la divinidad. De la misma manera que la abuela se sacó un diamante de su muela para solventar los gastos de su familia en la época de mayor necesidad, así también proveyó la abundante cena que se habría de degustar en dicha observación religiosa en la cual “la tristeza está prohibida por la Ley” (120). En la escena en que Sabinita imagina los últimos momentos de su abuela en la tina de baño persiste también la imagen de Dios:

A través del agua, su cuerpo menudo, de niña de doce años, pero blando, parece ondularse, y parece todavía más corto: el cuerpo de una enanita. El cuerpo de una lactante: tierno, de piel un poco menos que translúcida, fruncida delicadamente en las junturas… Ha terminado su quehacer, cada rincón de la casa está limpio, cada candelabro bruñido, cada hijo, cada nieto, está formado, entregado enteramente al mundo; todo se encuentra impecable para llegar al Shabat, el tiempo fuera del tiempo. Suspira. Lo único negro son sus pequeños ojos de águila, sefardís, y el pelo del pubis. Baja los párpados… Bajo sus párpados cerrados, esa luz: la conciencia: Ein sof… En esa luz se van dibujando, tal vez, seguramente, las palabras: Baruj Ata Adonai Elaheinu Melej Haolam: Bendito seas tú Señor mío Dios Rey del Universo. (126)

En el cuerpo exánime de la abuela se realiza una simbiosis inmanente e infinita que se asemeja a la unión mística, porque el color negro de los ojos de águila se compenetra del color blanco del baño que, a su vez, se combina con el vapor del agua y con la piel casi translúcida de la abuela para proyectar una especie de halo o luz emblemática, muy intensa, que enmarca al cuerpo muerto dentro de un círculo cargado de símbolos míticos y místicos. El paso de la vida hacia la muerte o camino sin final al que se dirige la abuela es descrito en la novela al principio y al final realzado por las sacras palabras “el tiempo fuera del tiempo”. En lo anterior, se puede apreciar que se le ha conferido a la llamada cuarta dimensión, el tiempo, un sitio de privilegio.  Como es el sitio que la muerte ocupa en cada uno de los seres humanos. Además, el cuerpo de la abuela se asemeja a un feto y a una novia; puesto que, como observa Lois Baer Barr al morir en la tina llena de agua su cuerpo está regresando a las aguas primordiales del vientre materno y, al igual que las novias, se está purificando antes de llegar junto a Dios:

En la imaginación de la niña la embolia cerebral se convierte en un derrame de sangre que cubre todos los pensamientos de la abuela, o como si fuera una vuelta a la sangre nutritiva del feto. Sin temor alguno la abuela vuelve a sus orígenes: a Dios. Puesto que es shabat, ella entra en el baño no sólo para limpiarse sino también para purificarse.  Su muerte se asemeja a una última vista al baño ritual, la mikvá.  Ya que el baño en la mikvá es el rito obligatorio de las novias antes de casarse, aquí todos los símbolos cabalísticos del shabat como la novia de Dios son apropiados también para la abuela que vuelve a su Creador. La mikvá es un renacimiento. Una purificación. (577-8)

En los funerales de la abuela se pueden identificar, además, aspectos ceremoniales que se gestan al interior de todas las culturas a través de todos los tiempos. La muerte es una constante en la vida humana y persiste el misterio y el desconocimiento hacia el más allá. Sin embargo, en la ceremonia que los miembros de la familia y por extensión en las de los de la comunidad judía, persisten ritos atávicos similares a los encontrados en las culturas Mesoamericanas. De cierto modo, las coincidencias entre el rito judío y los ritos mesoamericanos en relación al concepto de la muerte, nos enfrentan a un fin común: el honor a la divinidad o divinidades; puesto que en ambas culturas hay un gran respeto hacia la muerte, hay, también, toda un serie de pasos o ritos para la preparación del cuerpo en su viaje a su morada final. Existe en ambas sociedades la prohibición de sentir tristeza o dolor ante el último momento cuando se están celebrando las fiestas religiosas más importantes como lo son para los judíos el día de Shabat o para los indígenas el día del sacrificio final.

En el caso precolombino la muerte en honor a los dioses no es voluntaria, pero el escogido se somete. A la vez, al elegido se le prepara con anticipación y se le deja gozar de los placeres y manjares destinados sólo a los dioses; por medio de la comida y la bebida, el sacrificado sabe que su cuerpo será ofrecido a la divinidad. En el día Shabat, los familiares ante la muerte de la abuela se ven impedidos a demostrar el dolor y la tristeza por la muerte del ser querido; hay una meticulosa preparación de las bebidas y la comida que se ofrece al grupo judío celebrante en ese día. Tomando como referencia a ambas culturas ancestrales, se puede ver cómo los seres humanos continúan las prácticas funerarias atávicas  a pesar de los cambios y del tiempo. Al igual que los ritos funerarios mesoamericanos, los rituales  alrededor de la muerte de la abuela marcan el asentamiento y la pertenencia de esta familia judía al lugar que ocupan en ese momento, México. Los restos de la abuela pasan a formar parte de la tierra que no la vio nacer pero que sí la cobijará para siempre. La muerte de la abuela lega a la familia un lugar de pertenencia que repercutirá en las futuras generaciones y que logrará cimentar el gusto de Sabinita por ese mundo ordenado y pulcro revivido en las memorias de la abuela.

A diferencia de su madre, Sabinita va a continuar con algunas de las costumbres que su abuela le enseñó: es por eso que ella se encarga de prender las velas que dan inicio a la celebración de Shabat. Es así como la nieta, ya mujer, se convierte de alguna manera, en la prolongación de su abuela; ello a pesar de que Sabinita se compara con su madre cuando asegura que: “He abandonado la intención de conservar los rituales religiosos de la abuela, no bendigo el pan antes de comer, en el Shabat viajo en auto, respondo el teléfono ¿Cómo es que conservo la devoción a esa luz? Es una terquedad mía, me ha dicho, es una impureza en el intelecto” (123-4).  En la tercera generación, por lo tanto, se combinan el pragmatismo de la madre y el legado espiritual de la abuela; con ello se restablece la continuidad. 

Por otra parte, en La bobe  subyace la idea de que, a pesar de que la identidad judía es un caleidoscopio de diferentes orígenes, lenguas, rasgos físicos, entre muchas cosas más, hay algo en común que hace que se diluyan las diferencias: la memoria (como en este caso la celebración del Shabat) y los lazos/afectos familiares. Por medio de esa memoria no sólo se ha logrado traer a la vida a la historia familiar sino, como hemos visto, se traen también espacios y lugares comunes que dan cohesión al grupo socialmente. La ciudad de México, en este caso, es el lugar donde conviven diferentes signos culturales que se contradicen, pero que también se complementan unos a otros:

... Por Amsterdam y las calles aledañas había, ahora hay menos, muchas sinagogas. Las tardes en que las fiestas religiosas se iniciaban, caminar por ese camellón era caminar por la ilusión de una ciudad de abundante judería. Uno se cruzaba con los judíos ultraortodoxos...  Judíos en trajes modernos, pero estrictos, la cabeza cubierta con un sobrero de moda o por las  capelaj, círculos de tela blanca o negra. Judíos en pantalones de mezclilla, jóvenes, de melenas al estilo de la época, también con capelaj, y las mujeres en faldas entalladas y por arriba de las rodillas, ambos a menudo con la camisa azul, que era el uniforme de las organizaciones sionistas de izquierda. (71-2)

De tal manera que, en esta novela, la identidad judía se fundamenta precisamente en la heterogeneidad dentro de una misma colectividad compartiendo espacios de vida y espacios  geográficos. Cada miembro de esa comunidad tiene su propia ideología pero, a pesar de ello, persisten  las ideas de pertenencia al lugar y al grupo, de continuidad y de la memoria que los une. La ciudad de México presenta las huellas de esa comunidad que se fractura y de esa unión o cicatrización colectiva reflejada en sus calles y en sus habitantes.

En La bobe esa idea de unidad, solidaridad y diferenciación que como integrantes de un grupo social heterogéneo y marginal identifica al grupo judío, se reconcentra en la familia de la abuela; puesto que en la novela se puede percibir que la representación de la historia familiar, manifestada en la recuperación hecha por Sabina, contiene parte de los aspectos culturales legados por el grupo de la abuela y parte de aquellos otros grupos vividos y reseñados por la madre. La  vida anterior y presente de Sabina aporta los otros aspectos y elementos culturales que complementan la saga familiar. Al reconstituir parcialmente las vidas de estas tres mujeres vistas a través del ejercicio mnemotécnico implementado por Sabina/ Sabinita, se recorren lugares y tiempos ocupados por los miembros de la familia en el México del siglo XX.

Al echar a andar los hilos de la memoria, la nieta reconstituye la diáspora y la persecución sufrida por su familia y la manera en la que logran escapar con vida de Polonia. Su memoria, en este caso la memoria familiar, se salva del olvido y de la muerte; ella vuelve a nacer todos los días reconstituida, aliviada y motivada eternamente por la sed de conocimiento de un mundo pasado y escaso que cruza por su camino. De la misma manera, la historia del pueblo judío, ese largo camino recorrido por los sujetos diaspóricos judíos, es re-creado por Sabinita convirtiéndose en su propio andar, en su propia  historia. La transformación es un hecho consumado y prueba de ello es la mujer que sabe que el pasado quizás tan sólo sea un buen pretexto para caminar.

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