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Crítica: Elizabeth Rojas-Auda, University of Texas at Arlington
Publicado en Grafemas Febrero 2007
La (re)construcción del cuerpo femenino en la narrativa de Marcela Serrano
La escritura femenina hispánica de hoy sigue siendo, en su mayor parte, el resultado de arduas transacciones en los ideales genéricos tradicionales y unos nuevos valores en proceso de ser articulados. Marcela Serrano, una de las figuras más destacadas de la “nueva narrativa chilena” o de la llamada Generación del 80, ha sido proclamada por la crítica como una de las voces femeninas contemporáneas más relevantes de Latinomérica, convirtiéndola en intérprete y portavoz literaria del difícil mundo de la mujer actual (1). El gran tema de su narrativa parece ser la pasión de las mujeres. La irrevente honestidad de su lenguaje erótico, la vehemencia de sus acentos pasionales, el desborde sensitivo siempre en el límite del exceso, configuran un estilo genéricamente muy sexuado. Todas sus protagonistas son mujeres pensantes, críticas. Existe un hilo conductor con respecto a la temática debido a que sus novelas están escritas desde la mujer.
Este trabajo examina la formación del sujeto femenino de las protagonistas en Nosotras que nos queremos tanto (1991), Para que no me olvides (1993) y Antigua vida mía (1995) donde se nos presenta como rasgo distintivo una comunidad de mujeres que se bastan a sí mismas a fin de superar la opresión patriarcal. La autora crea un ciclo narrativo dedicado a la mujer donde a través de sus escritos, busca darles un papel principal a aquellos personajes que hasta ahora han vivido en un plano secundario. Las protagonistas de estas novelas poseen la determinación de crear su propia naturaleza femenina en una sociedad que las sitúa en una dependencia.
Hélène Cixous plantea que la mujer tiene que escribir sobre sí misma, sobre su cuerpo e inscrustarse dentro de su propia historia y dejar constancia de su identidad genérica-sexual (2). Solamente cuando la mujer toma posesión del lenguaje puede inscribir su propio mundo. Cixous considera que la escritura es el medio por el cual la mujer tiene la posibilidad de apropiarse de aquello que le ha sido anulado por las imposiciones patriarcales: su identidad y, con ella, su cuerpo. El acceso propio y el uso de la palabra por parte de las mujeres es una de las constantes más significativas en la obra de Marcela Serrano. En una entrevista a la autora, ésta declara, “escribo desde nuestro lenguaje, nuestros defectos, nuestras desarticulaciones. Ser mujer es mi campo” (3). A su vez, Serrano afirma sobre el poder del lenguaje y la necesidad que tienen las mujeres de recuperarlo “el día que el hombre se apoderó del lenguaje se apoderó de la historia y de la vida. Al hacerlo nos silenció. Yo diría que la gran resolución de este siglo es el que las mujeres recuperen la voz” (4).
En esta negación de la identidad femenina, el poder dominante organizó el cuerpo en base a un discurso que promueve la cultura falocéntrica como manera de organizar lo masculino y lo femenino. Instituciones patriarcales como la familia se han ocupado de construir un sistema justificativo de la propiedad enajenante del cuerpo femenino. El cuerpo de mujer, y su capacidad reproductiva, han sido propiedad social destinados a la reproducción de la familia y cualquier intento de autodeterminación o negación de la maternidad se ha considerado una subversión contra la establecida estructura social. La construcción social de la sexualidad del poder falogocéntrico ha reprimido y suprimido una amplia gama de placeres sexuales que interiorizan las divisiones básicas de la sociedad: masculino versus femenino, activo versus pasivo, sujeto versus objeto. Una de esas superposiciones consiste en el proceso de codificación sexual, o reducción del cuerpo de la mujer a una de dos posibles funciones: reproductiva o erótica. El hombre quiere apropiarse del cuerpo de mujer, y también de su deseo y actividad.
Queda establecido que el rol de la mujer en la sociedad era procrear para perpetuar la especie. El cuerpo femenino, dotado biológicamente para la gestación, es la naturaleza misma de la cual no puede escapar. Se percibe la actividad sexual como natural e indispensable ya que por medio de ella pueden reproducirse los seres vivos, de esa manera la especie en conjunto escapa a la muerte, y las ciudades, las familias y los cultos pueden prolongarse más allá de los individuos condenados a desaparecer. Todos los estados primitivos decretaron leyes por las que los cuerpos de las mujeres, su sexualidad y su capacidad reproductora pasaban a ser propiedad de los hombres, como lo demuestra Marylin French en La guerra contra la mujeres (1992). Es decir, el patriarcado organizó los cuerpos en base a un discurso que impulsó el falocentrismo como forma de organizar lo masculino y lo femenino. El sistema falocrático determinó para la mujer un espacio: la casa, y actos específicos como el matrimonio y la maternidad consagrados como los legítimos para la salvación del cuerpo femenino.
En estos códigos que la sociedad patriarcal ha prescrito sobre la sexualidad de la mujer y su capacidad reproductora, el cuerpo femenino pasa por el filtro del discurso del lenguaje y la actividad simbólica. Es decir, los cuerpos femeninos y masculinos desarrollan una flexibilidad en el plano social como construcción cultural que expresa significante en función del sometimiento, y la diferencia de género entre la mujer y el hombre. Se define como género al conjunto de conductas aprendidas que la propia cultura asocia con el hecho de ser un hombre o una mujer. En nuestra cultura, se instruye a los hombres sobre el ideal de masculinidad, mientras que a las mujeres se les indica cuál es el ideal femenino. Con frecuencia, este proceso suele fundirse en un sólo concepto: sexo y género vienen a ser intercambiables, aunque de hecho, teóricamente son cuestiones diferentes. Mediante un lenguaje depreciativo la mujer es definida como síntoma y negación de las “virtudes masculinas”. Lo femenino denota el poder-otro, lo alternativo, el borde en unión con lo intuitivo y lo natural. La masculinidad-agresión y la feminidad-pasividad se sobreponen a la división natural de los sexos. Para ser hombre se requiere dominar a la naturaleza (sexualidad), a las mujeres y la pasividad. En esta construcción de la masculinidad las mujeres son identificadas con lo irracional -las emociones, la naturaleza- pero a la vez se niega la autonomía de sus propios deseos sexuales. El derecho al placer, a la sexualidad femenina placentera, ha estado proscrito en la sociedad, por tanto el derecho a decidir de la mujer plantea el ejercicio de poder sobre el cuerpo femenino. Éste es un poder que transgrede las normas establecidas por la cultura patriarcal.
En Historia de la sexualidad, Foucault sostiene que no es hasta la llegada del siglo XIX cuando el término “sexualidad” aparece tardíamente (5).Se ha establecido el uso del vocablo en relación con otros fenómenos: el desarrollo de campos de conocimientos diversos que cubren mecanismos biológicos de la reproducción, como las variantes individuales o sociales del comportamiento y el establecimiento de un conjunto de reglas y normas que se apoyan en instituciones religiosas, judiciales, pedagógicas y médicas. El discurso sobre el cuerpo es siempre desde un punto de vista con una significación social. Lo sexual sería entonces actividad sexual, lo que está socializado. A Foucault se deben las sutiles distinciones sobre la sexualidad y la historia del cuerpo como socialización. La noción de sexo hizo posible agrupar en unidades artificiales elementos anatómicos, funciones biológicas, conductas, sensaciones y placeres. El discurso sobre el sexo se convierte en regulador de comportamientos, cuyas categorías se han transformado en la experiencia misma del cuerpo. Según Foucault, la propuesta está en los cuerpos como relaciones de poder donde éste es una red de fuerzas, espacios, territorios y dominios (6).
El poder viene a ser el que define genéricamente la condición de las mujeres, y la condición de éstas es opresiva por la dependencia vital, la subalternidad y la servidumbre voluntaria de las mujeres en relación con el mundo. La propuesta de Foucault significa un punto de partida hacia el discurso sobre el cuerpo, y al mismo tiempo nos corrobora que en la segunda mitad del siglo XIX las prácticas sexuales se transforman en discursos (46-47).
En la nueva construcción del cuerpo femenino se establece que el sexo biológico no es necesariamente identificable con las características normativas que se le asocian. Al contrario, el género sexual es una construcción cultural, social e histórica, distinto de la construcción de sexualidad o del discurso sobre el placer y el deseo. Los cuerpos femeninos y masculinos desarrollan una flexibilidad en el plano social como construcción cultural que expresa una práctica significante en función del sometimiento y la diferencia de género entre la mujer y el hombre. Esta idea de la diferencia como signo de identidad prescinde del género como sexualidad pura.
Este estudio de la narrativa de Marcela Serrano procura re-definir el cuerpo femenino como una apropiación del poder masculino y las estrategias que la mujer moderna ha utilizado para expropiar y apropiarse de lo que le pertenece. En sus novelas la escritora ha creado un ciclo literario donde nos introduce un mundo femenino. Por medio de sus personajes, nos presenta la sexualidad de la mujer en una nueva transformación de valores como un proyecto de liberación donde se desea proclamar una promesa de un futuro femenino. En razón de esto, sus personajes aspiran a la subversión. Marcela Serrano intenta reconceptualizar el cuerpo femenino por medio de estrategias que la mujer ha utilizado para apropiarse de aquello que le ha pertenecido desde siempre. El propósito es reconstruir estos discursos cuyo poder hegemónico corresponde al discurso falogocéntrico y crear un ritmo diferente como contrapoder de resistencia y marginalidad. El nuevo discurso es una escritura que promueve resistencias plurales a partir de la diferencia. El cuerpo femenino es el lugar de la resistencia y rebelión como reacción al poder del cuerpo masculino.
En su obra, la escritora nos plantea el derecho a decidir, el derecho al placer, a la sexualidad libre y placentera como un ejercicio de poder sobre el cuerpo femenino. Este “derecho a decidir” propone un poder que transgrede las normas que hasta ahora se han traducido en discriminación y violencia sobre el cuerpo de la mujer. Este nuevo poder deconstruye los valores y prácticas que ven al cuerpo femenino no como suyo sino del “otro”. En Nosotras que nos queremos tanto, María, periodista, treinta y siete años, es una mujer de clase alta, anticonvencional, y que imagina un sistema de intercambio de sexos, un sistema sin matrimonio, sin familia, sin dominio:
Mar ía nunca se casó [...] Vicente, Rodolfo, Rafael [...] El era Vicente [...] Y ella decidió partir con él [...] Le rogó que la llevara, pero Vicente le puso una condición: casarse, María gritó y pataleó. Al final lo convenció con un sólo argumento: -Es la única bandera que me queda y no me obligues a entregarla por un capricho tuyo. Y se fue con Vicente sin haber firmado nada. [...] Este quería un matrimonio normal, una mujer que se dedicara solamente a él, y quería tener hijos. María no estaba dispuesta a ninguna de las tres cosas. Ella insistía en su derecho a las relaciones paralelas y se negaba rotundamente a la sola idea de la maternidad. 132-133
María cuestiona la esencia de la mujer y el rol de ésta en la sociedad. Este afán se inicia con su despertar como mujer activa sexualmente, lo que le permite conocer su cuerpo y tener control del mismo. Para María su actividad sexual es una parte intrínseca de su ser. María rompe con el estereotipo de mujer tradicional, es liberada, agresiva y segura de sí misma. María representa la subversión de los códigos establecidos tradicionales y establece un sistema de poder y control absoluto sobre su cuerpo, “amaba a varios hombres paralelamente, a sabiendas de unos y otros y de todo el mundo” (209). La escritora, por medio de María, deconstruye el conjunto de normas y convenciones que le han sido impuestas a la mujer, las cuales pretenden enseñarles lo que su sexualidad significa y cómo debe comportarse dentro de ella. María pone en práctica el poder de elegir frente a su propia vida, transgrediendo las normas impuestas por la cultura falocrática. Es un desafío que propone una visión hacia la creación de una sociedad con igualdad. En este reto, nos encontramos con Laura, secretaria de un Instituto, de cuarenta y tres años, mujer separada con dos hijos adolescentes. Laura es una mujer liberada y lo que la hace feliz es el arreglo sexual que tiene con su vecino. Ella siente que ha resuelto su vida, ya que no desea complicaciones sentimentales. Cada domingo, a la cuatro de la tarde, el vecino le toca el timbre. Laura lo único que sabe de él es que está separado como ella, “Esa es toda la información que tiene de él y no necesita más. [...] No, no conversan nada. Sólo hacen el amor [...] Cuando en la semana se encuentran en la escalera se saludan formalmente y cada uno sigue su camino” (114). Laura subvierte la inscripción falogocéntrica al re-inventarse un universo propio que no está codificado ni controlado por el androcentrismo.
En Antigua vida mía, el relato es protagonizado por dos mujeres, Josefa y Violeta, haciendo de los otros personajes femeninos elementos secundarios. Los relatos que re-inscriben el cuerpo femenino como las mujeres lo perciben y sienten desde adentro constituyen un nuevo espacio de posibilidades semánticas. En la voz de Josefa, la escritora nos señala la toma de conciencia del rol protagónico del cuerpo femenino: “Una mujer es inevitablemente la historia de su vientre, de las semillas que en él fecundaron, no lo hicieron, o dejaron de hacerlo, y del momento aquél, el único en que se es diosa” (210).
La escritora, en su narrativa, introduce a todos los personajes femeninos que aspiran a poseer un mundo propio, un universo de la mujer que esté libre de las imposiciones y represiones de la cultura falogocéntrica, que conduzca a la total indenpendencia y libre elección por parte de la mujer. Violeta busca esta autonomía femenina cuando desea ejercer el poder en el acto sexual, “¿Por qué pienso en penetrar y no en envolver?” (88), y busca, desesperadamente la trascendencia. A su vez, Josefa representa una inversión del rol asignado al género femenino. Josefa, casada con un abogado criminalista de mediana edad, carece de empatía, le desagrada la cercanía de la gente, “definitivamente nunca sentí el llamado impetuoso y caritativo de salvar a las multitudes o a nadie en particular” (213). Consume a los que la rodean y luego los abandona, odia el mundo. Su slogan es: “No estoy, no estaré, no deseo estar” (213), su posición ante los demás es sentirse aterrada ante las exigencias de cariño, incluyendo a sus hijos, “he tenido poca sensibilidad para entender el funcionamiento simple del ser humano que se me ha puesto al frente, sus infinitas presiones, aún las de mi hijos” (213). Sus aflicciones son guiadas por un profundo sentido de impotencia ante la suerte de las mujeres, “pavimentamos el camino para ese nuevo yo de los hombres y gastamos energías en lograr que se lo crean, cuando en nuestro fuero interno sabemos que es sobre nosotras, y sólo nosotras, que recae la responsabilidad de toda la vida afectiva” (216). Josefa, en esta construcción del universo femenino, alimenta fantasías sexuales. En los hoteles que se hospeda, contempla a los hombres a su alrededor, “Los miro. El largo de las piernas, el ancho del tórax [...] Me dan ganas de olerlos. Me excitan esas camisas blancas, albas. Me los imagino debajo de la ducha, desnudos, mojados. Besables” (239). Luego agrega, “si cometiera una infidelidad sería con uno de esos hombres de los grandes hoteles” (240). A su vez, para Violeta el valor de la fidelidad es cuestionable: “La fidelidad: ¿indispensable o necesaria? Lo segundo es más hermoso, implica opción, no tiene la fealdad de la norma” (113).
La escritora nos plantea la nueva construcción del cuerpo femenino mediante el poder del género. El cuerpo como territorio desterritorializado por actos de infidelidad. Surge “lo otro” que abandona el canon oficial y crea una realidad personal subversiva. En Para que no me olvides, encontramos esta temática significativa y recurrente de emancipación sexual, la infidelidad femenina. Blanca, la protagonista, nos presenta el discurso amoroso de una mujer cuya pasión derrumba su mundo de aparente seguridad. Blanca tiene un amante, el Gringo, y en su encuentro amoroso ella es la que toma la inciativa, viviendo intensa y abiertamente su deseo erótico:
Mi cama allí era mi cama y por eso pude tenderme con el Gringo en ella, sin culpa ni traición. Lo desvestí como si fuese la última vez y lo toqué con verdadero frenesí. Nos acariciamos largo, largo como sólo un hombre y una mujer que saben de caricias pueden hacerlo. 202-203
A Blanca esta relación amorosa extra-marital le permite descubrirse y gozar de su propia sexualidad. Con esta relación Blanca se siente libre de inhibiciones y de tradiciones durante el acto sexual. Su liberación sexual y la toma de su conciencia es la culminación de la transformación de Blanca, constituyéndose así en su propio sujeto. Blanca, en esta subversión transgrede las convenciones sociales impuestas donde impera el principio de un derecho sexual en el cual la mujer es pertenencia del marido y éste se pertenece a sí mismo. Cualquier intento de transgredir estas reglas se castiga con un sentimiento de culpa y de pecado. La autora denuncia el doble estándar sexual que ha prevalecido desde tiempos inmemoriales, donde el cuerpo de mujer es propiedad del hombre y cualquier intento de cambio a las normas establecidas se castiga con la violencia de parte de quienes ostentan el poder. Se nos muestra esta agresión verbal y física al cuerpo femenino cuando Juan Luis, el esposo de Blanca, descubre su infidelidad, le grita “¡puta!”, y luego la golpea, “me cruzó la cara con su mano, impregnada de rabia y descontrol” (206). Este poder masculino se impone al cuerpo femenino cuando lo maltrata para reafirmarse como el preeminente, como el fuerte, el controlador y autosuficiente. La casa, como espacio físico, se convierte en el medio donde se impone con impunidad la opresión, la tiranía y el abuso marital. La sociedad falocrática es consecuente con sus leyes al determinar la sumisión de la mujer al hombre.
Esta trasgresión al poder, la infidelidad femenina, también se nos revela en Nosotras que nos queremos tanto, en la figura de dos de sus protagonistas, Isabel y Ana. Isabel, profesora universitaria, de 40 años decide un día poner fin a su rol de mujer casada tradicional y comienza una relación con su estudiante, Andrés, quien tiene casi la edad de su hijo, “la segunda vez hacen el amor en un hotel, Isabel cree que si ha de ser infiel, ha de serlo con cierta adultez” (295). Isabel es la figura de autoridad en la relación, ella es la que invita y paga, “-¡qué seres más pobres los estudiantes! -él nunca tiene plata” (295). A su vez, Ana, al igual que Isabel viola esta norma donde la posición familiar y cívica de la mujer casada le impone reglas de una conducta que es una práctica sexual, estrictamente conyugal, la mujer tiene el rol de ser la guardiana de la moralidad en el hogar. Ana en su estadía en Nueva York se siente atraída por Helio, estudiante brasileño, “¡Era un hombre tan bello, con tanta gracia! Estaba becado como yo y hacía su maestría” (225). El único ruego del marido de Ana ante su partida había sido “que no se enredara con otro” (226). Ana rechaza abiertamente el sistema de apropiación del cuerpo femenino impuesto por la cultura dominante, “¡El sexo, el sexo! El símbolo absoluto de propiedad. Ancestral, irracional” (227). La noche anterior a su regreso a Chile, Helio le hace una despedida, “bueno para resumir, terminamos en la cama” [...] muertos de placer y de pena de separarnos, vivimos una noche loca” (227). Al día siguiente, Ana regresa a Chile y se encuentra con su marido, “hicimos largamente el amor con Juan” (228). Como resultado, Ana descubre que queda embarazada y la gran duda es la paternidad de su hija, “Y así nació María Alicia, salió igual a mí, como si no hubiese existido intervención paterna alguna” (230). El concepto de la maternidad es presentado como símbolo de la disyunción de Sujeto y Otro, que contradicen las oposiciones binarias propuestas por un sistema falocéntrico. En la figura de Ana, la escritora desterritorializa el cuerpo femenino como producción patriarcal, por medio del erotismo femenino como poder de resistencia. El cuerpo femenino sale del silencio y la servidumbre para ser guardián de su propia corporeidad, es decir la mujer-madre es salvaguarda de su cuerpo.
A modo de conclusión, podemos sostener que la novelística de Marcela Serrano nos plantea respuestas conflictivas a la maternidad, sexualidad, el amor y los hombres. La escritora nos representa a la mujer en tanto sus emociones de la mano con su sexualidad. El sentir femenino, la capacidad de reflexionar y profundizar, su intelecto, su ser intrínsico y su sexualidad como parte de éste. Todas las mujeres tienen en común el hecho de ejercer el derecho sobre sus cuerpos, es decir, la toma de conciencia de la apropiación por parte de ellas, de su cuerpo como “cuerpo vivido”.
La autora por medio de sus personajes femeninos nos presenta una sexualidad que deconstruye códigos establecidos por el poder dominante que definen y construyen a la mujer. Se nos introduce la sexualidad femenina en una transformación de valores, como un proyecto de liberación. Sexualidad como instancia en la que recaen todas las vivencias, experiencias y no vivencias. La sexualidad en cada personaje es la manera en que se manifiesta el perfil de cada una. No se concibe la descripción de mujeres sin profundizar en su sexualidad como eje de la historia. La vida sexual y el sentir frente al sexo son causa y consecuencia de las cosas trascendentes en sus vidas. Buscan la trascendencia en la medida que empiezan a ejercer poder en su mundo social, cultural y sexual. Racionalmente dibujan su vida según vivan los esquemas intelectuales, profesionales y familiares pero van construyendo sus vidas según la condición en que vivan su sexualidad.
Notas:
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--------------. Para que no me olvides. Santiago de Chile: Aguilar Chilena de Ediciones, 1998.
--------------. Antigua vida mía. Santiago de Chile: Aguilar Chilena de Ediciones, 1995.
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