Grafemas

Boletín de la AILCFH

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PREMIO DE CUENTO 2008 VICTORIA URBANO:
Publicado en Grafemas diciembre 2008

"Dulce de leche Agendaz" de Natalia Crespo
Jurado compuesto por:
Pia Barros, escritora
Angeles Mateo del Pino, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
Carmen Urioste, Editora de Letras Femeninas

 

Para Nela Rio

Parada frente a las cajas registradoras, sin sacar aún las manos de los bolsillos del abrigo, Marisa achina los ojos para enfocar mejor a la distancia. Es sábado a la noche y deambula con desgano por entre las encandilantes góndolas de Lesmart. Por momentos presta atención a la búsqueda, por momentos se queda suspendida en esos ruidos monótonos y a la vez siempre diferentes que forman los changuitos, la gente, los empleados embolsando mercadería. Es tan fácil paralizarse en Lesmart. Es casi más fácil que movilizar el ritmo y hacer la compra correspondiente, más fácil que ir tachando en la lista arrugada las frutas y verduras y latas de conservas y cajas de cereales que se van apilando en el carrito. Una cosa que ha venido notando Marisa desde que hace las compras en Lesmart es que la entrada la dirige casi sin opción a la sección de los vegetales, pero luego el problema es cómo evitar que las lechugas, colocadas en el fondo del carrito, no sufran el aplaste de los galones de leche, que se recogen inevitable e involuntariamente, luego de las lechugas, pues el orden y la disposición de la mercadería en la sucesión de góndolas así lo dictan.

Marisa está parada entre las cajas registradoras seis y siete, ambas con carteles luminosos que indican que están abiertas. Arruga en su mano enguantada y adentro del bolsillo la lista de cosas por comprar. Ya no tiene frío, de hecho, luego de una media hora de estar allí adentro, puede empezar a sentir la gota de transpiración en la espalda. Sin embargo, no se decide a sacarse el abrigo: un objeto propio entremezclado entre los productos por pagar irritaría aún más al ya irritado cajero potencial que le tocará cuando termine de poner las mercaderías en el chango. Aunque en casa la esperan Eduardo y su hija Lucía, Marisa no se apura. Se deja distraer por ese embobamiento que es una especie de descanso, un momento de soledad y de silencio, de silencio familiar, al menos. No es que pueda pensar, pero actúa relentizada, empantanada, y no se revela ante el empantanamiento, más bien se deja empujar, como si ella misma fuera parte del changuito. También es éste un momento para la autocompasión, para pensamientos melancólicos y recuerdos desgarradores, cosa que cada vez se concede con más frecuencia. Inevitablemente, llora. Trata de llorar para adentro. Lesmart, como la farmacia Lesgreens, la parada del colectivo, la cafetería y la biblioteca son puntos panópticos peligrosos. Se puede fácilmente –muy probablemente—ser observada sin siquiera notarlo. Y Eduardo, como se sabe muy bien, como él se encarga de repetir, tiene una reputación que mantener. Hay que mostrarse adaptada y feliz, family-man and family-woman; family-baby tiene ganas de agregar Marisa en estas ocasiones.

Así que llora para adentro, tragándose las lágrimas, conteniéndose, lo cual le alimenta más la autocompasión y le descompone la cara en un rictus a lo Guernica. Avanza por la góndola 5 ahora: pizza, ice-cream, dinner, frozen fish. El tubo fluorescente del techo le nubla un poco la vista. Ya no se acuerda qué buscaba en esa góndola. Se detiene en una esquina para dejar pasar a una anciana que viene en sentido contrario, justo a la altura de los helados “Agendaz”. “Dulce de leche” lee en un rincón de la heladera, casi como si le estuviera dedicado. No puede ser tanta coincidencia. Puede sentir, anticipar, la fría mirada de Eduardo cuando regrese a casa luego de haber demorado tanto en Lesmart, luego de haberse dejado rendir por la ineficiente lentitud de vagabundear por las góndolas en la maldita compra semanal. Últimamente los fines de semana se disputan quién se hace cargo de la nena. En esta contabilidad constante, Lucía por lo general grita, habla, llora, se ríe, aplaude, alternadamente, hasta conseguir la atención de uno o ambos de sus padres, quienes por lo general, luego de la discusión y la ignorancia, se llenan de culpa, la agarran en brazos, le juegan, le hablan, la toquetean, los dos al mismo tiempo y con la mayor intensidad posible. Entonces la nena se inquieta y ellos discuten. No ves que la intranquilizás, la acelerás. No, yo no, sos vos la que le contagiás tus nervios a la pobre nena. La vuelven a dejar en la cuna para tener las manos libres y discutir mejor. Y ahí Lucía arranca de nuevo: grita, habla, llora, se ríe, aplaude. Es un ciclo.

Pero ahora Marisa se ha escapado provisoriamente del ciclo. Ha sido expelida como un chango de Lesmart hacia las góndolas incandescentes, y mientras manosea la lista y se seca las manos mirando piadosamente la palabra “dulce de leche” —que ya no lee sino contempla—sabe, presiente, la irritación helante de su marido. Se escapa, se deja hipnotizar, deambula por Lesmart recorriendo las cajas de hamburguesas, las infinitas latas de choclo, las infinitas botellas de detergente hasta que algo, de golpe, la saca de su hipnotismo iridiscente. Los ve. Los escucha, primero que nada. Sí, hablan español. Casi se diría, “castellano”, porque ese acento no suena al mexicano lavado de los heritage speakers o los libros de enseñanza del español. Se parece más a su lengua, a su querido castellano. Ha estado buscando un modelo, por años. Buscaba un referente amoldable a su persona. Un modelo de familia inmigrante. Ni “manitos” mexicanos a quienes les entendía poco y nada, ni españoles zeziosos, ni argentinos omniganadores hablando todo el tiempo de fútbol y marketing. Un modelo para-nacional, o mejor, a-nacional. Un modelo indescifrable y digno, justamente por su enigma. Sobre todo eso: digno, discreto. Adaptado pero no mimetizable, diferenciable pero no trillado. Lo más difícil de ser extranjera para ella era eso: no tropicalizarse, no agringarse, navegar con elegancia entre las dos opciones, sin tampoco ser confundida con rusa. Asumir su extranjería sin excederse, sin banderas de protesta ni panfletos pro-minority. Pero siempre, casi indefectiblemente, los latinos que conocía la frustraban. No podían evitar la salsa, el exceso de maquillaje, las palabras que mencionaban centenares de frutas que ella desconocía, y los festejos bailando lambada. Todo eso la avergonzaba, la irritaba, la entristecía o, en el mejor de los casos, simplemente la dejaba afuera. Se sentía de vacaciones en alguna isla ignota del Caribe o dentro de una telenovela clase B de los sábados a las dos de la tarde. Pero nada la hacía sentirse parte. Volvía, en cambio, a Argentina con los detalles aparentemente más inofensivos: por ejemplo las palabras “dulce de leche”, que casi no leía pues reconocía inmediatamente el dibujo, el garabato. Por ejemplo, las botas que olían a cuero, o un corte de churrasco con hueso, o una remera pintada a mano, o los adornos cursis hechos con caracoles. En esas cosas volvía, a través de ellas, como sumida en un tubo atemporal que viajara mágicamente. O en ese acento, ese acento que no era porteño pero se parecía y que, ante todo, rechazaba cualquier categorización. Empujó el changuito en esa dirección. Debía seguirlos sin ser vista. Quería recaudar información, imantada por esas ansias de encontrar un modelo respetable, como si se pudiera elegir a quién parecerse.

Hablaban esa lengua, casi castellano. Alternaban con inglés para hablar con la nena, pero con tanta naturalidad que parecía casi la misma lengua. Vestían como universitarios. Tenían una apariencia agradable. Jeans, pulóveres, gorros coloridos, aros con piedritas ella, camiseta pintada él. Pseudo-hippies extemporáneos. Discreta clase media. Se reían y hablaban y avanzaban con el changuito eligiendo productos expeditivamente pero sin apuro, alegres pero no exaltados. El equilibrio justo. Marisa sintió que había dado finalmente con lo que buscaba. ¿Serían de la universidad? Seguro. Los dos deben ser profesores, la nena muy avanzada para su edad, tranquila y comprensiva, como la madre. Seguramente son de origen francés o italiano y habían aprendido el castellano de muy pequeños. Deben tener una casa limpia y llena de adornos originales. Ahora Marisa ve cómo la mujer se agacha para elegir detergentes y, sin querer, roza la pierna de una adolescente que, junto a ella, busca más arriba un acondicionador de ropa. Ve la suavidad y a la vez la firmeza con la que la mujer modelo de la familia modelo se disculpa, en perfecto inglés, ante la adolescente, cuando en realidad la atolondrada había sido la chica. Ve la discreción, la dignidad, de esa frase “I beg your pardon” dicha casi con ironía, haciendo enrojecer a la adolescente del acondicionador. Se le nota lo diferente, una sutil extranjería, pero lo diferente es enigmático y atractivo, difícil de etiquetar. Marisa se detiene fascinada, agradecida. Era lo que había estado buscando durante tanto tiempo. Decide seguirlos a una distancia prudente, debía averiguar más, absorber, copiar, incorporar.
La nena tendría unos seis años. Era pelirroja y pecosa. Tenía unos ojos azules muy llamativos. La madre, en cambio, era rubia de ojos marrones. Los tres vestían unos jeans raídos, el tiro no exactamente en la entrepierna sino más abajo, a medio caer, cosa que desilusionó un poco a Marisa. Estaban definitivamente alegres, y ésa era la característica más llamativa. Se podía llegar, entonces, a un estado de felicidad extranjera. Había un modo. No eran ya sólo las caras siempre enjutas, siempre preocupadas de los obreros de las fábricas que Marisa veía a la mañana esperando el bus en las esquinas. No eran ya sólo los estudiantes perdidos, medio melancólicos, ensimismados, que se topaban en las clases, en los pasillos de la biblioteca, ni los profesores hispanos llenos de revancha y de indigenismo impostado. Había más opciones. Se podía llegar a un acuerdo, a un pacto tácito con lo ajeno, se podía incorporar la cultura nueva en pacífico sincretismo, sin sentir culpa ni traición a la patria ni ajenidad.

Marisa se imaginó entonces felizmente instalada, visitando y siendo visitada periódicamente por parientes y amigos, conversando con argentinos y con americanos indistintamente, amalgama perfecta, sincretismo natural. Los miró con admiración y agradecimiento, como se mira un objeto que se acaba de adquirir. Los siguió. Iban en dirección a las cajas registradoras, atravesaban esa zona de Lesmart en la que el techo deja de estar formado por caños de luz iridiscentes y entrelazados y pasa a ser más bajo, liso, asequible. Deberían haber llegado hace ya muchos años, pero a la vez, el castellano que hablaban era tan fresco, tan reciente. El marido tenía una actitud sonriente –quizás demasiado– y serena, sonreía casi permanentemente y bajo la campera Columbia nueva, reluciente, se veía un buzo con el logo de la universidad. Eran investigadores o científicos, no cabía duda. Marisa los imaginó inteligentes y creativos, grandes pensadores, científicos rodeados de máquinas modernas y ecuaciones ininteligibles. Entre ellos la relación era hermosa; casi no necesitaban palabras para sostener la sonrisa imantada, un diálogo subcutáneo de miradas y gestos. Puro cuerpo, puro pasado compartido, entendimiento mutuo.
La mujer, que debería tener un nombre triunfal y universal como Victoria o Gloria, se acercó a la caja registradora empujando el chango. Tenía unos aros que no eran ni pequeños ni grandes, ni lujosos ni toscos, la medida de la elegancia. Como su cara, eran delicados, de una belleza sutil, sin ostentación pero con personalidad, con algo único e inolvidable ante el ojo ajeno. El chango lo habían llenado con productos que a Marisa le parecían la síntesis de la integración cultural, el resultado tangible de la entereza bilingüe: waffles, peanut butter, frutas y verduras en abundancia, churrascos y, qué mayor prueba de argentinidad asumida; un gran tarro Agendaz de dulce de leche. Justamente el producto favorito de todos los que había ido a comprar Marisa. Marisa puso su carrito detrás, a una distancia prudente pero lo suficientemente cerca como para evitar la intromisión de cualquier tercero entre ella y la familia de Victoria/Gloria. Victoria/Gloria tenía de seguro buenos modales. Terminó de colocar los productos pagados en un nuevo carrito, saludó con amabilidad no exagerada a la cajera y salió, llevando a su hija en el asiento delantero del chango. Marisa pagó rápido su helado y sus lechugas y siguió a la gloriosa familia evitando ser vista.
El parking lot de Lesmart estaba casi desierto. Eran las 10 p.m. de un sábado de marzo. El invierno se extendía hasta abril en Michigan. Había dejado de llover, los ruidos se habían aquietado y, como una cortina de seda sutil y liviana, como un telón translúcido y esponjoso, la nieve caía ondulante amortiguando todos los errores, acallando todos los ruidos, tapando todas las suciedades de la calle. Como era habitual al nevar, no hacía frío tanto frío. Era un frío agradable, inmóvil, casi marmolado. El cielo dejaba ver unas cuantas estrellas titilantes, plateadas. Los pinos se distinguían, oscuros y finos, señoriales al final del camino. No había viento. Los copos eran grandes y nítidos, Marisa casi podía distinguir la forma estelar de cada copo al caer, en esa danza ondulante que producía el zigzag. Qué blanca y silenciosa y limpia y acolchada era esa nieve.

Gloria y familia se encaminaron hacia su vehículo: una camioneta Chevrolet destartalada. Marisa no pudo evitar un ramalazo de desilusión. ¿Cómo? ¿No tenían un auto más nuevo y cómodo? ¿Manejaban un coche tan poco práctico? Pero se acordó que eran científicos concentrados sólo en cuestiones de ciencia y no burgueses frívolos preocupados por el confort. Al fin de cuentas, cuando uno ha alcanzado ese grado de adaptación al medio, pasión por la profesión y concentración intelectual puede darse el lujo de descartar nimiedades materiales. Se ha alcanzado por fin esa superioridad mental que permite el desprendimiento mental de la esfera de lo práctico. Marisa se avergonzó de sí misma, sintió por un momento que no los merecía, que aún no estaba a la altura. Ella, siempre tan preocupada por estar cómoda y calentita, tan en los detalles pelotudos del confort. Se dijo que esa era una demostración más de independencia social y de autonomía, como lo eran también los tatuajes que Gloria y marido tenían en los antebrazos, del lado interno, allí donde la piel es más blanca y tierna, que ahora que se arremangaban para guardar las compras en el baúl de la Chevrolet Marisa podía ver con nitidez. Gloria tenía dibujada una flor, una especie de flor o diseño arabesco similar, con un par de pétalos gordos y largos, que se inclinaban luego como en un óvalo concéntrico, hacia otros pétalos pequeños, que a su vez se cerraban en un óvalo oscuro, como un agujero o néctar central. Qué flor más rara, ¿o era el tatuaje de una vagina? Le cubría todo el antebrazo interno derecho y se diría que tenía casi un tamaño natural. Marisa salió de Lesmart, cruzó la calle y se detuvo detrás de un poste de correo. Observó. Estaba en una posición estratégica.

Gloria y su marido siguen alegres. Ríen, aunque ahora lo hacen con cierta estridencia. También con cierta estridencia empiezan a hablar, casi se diría, a los gritos. ¿Están discutiendo o fingen discutir? Están discutiendo, pelean, de hecho. Gloria sienta a la nena en el Chevrolet y cierra el auto. Desde dentro, la nariz pegada al vidrio, la nena ve cómo los padres gritan. No se sabe si gritan de alegría o aúllan, un poco casi llorando. El vidrio por dentro se empaña y Marisa ve un óvalo de vapor creciente. Ahora, casi como un alivio o algo esperado por Gloria, él entonces saca del bolsillo una jeringa y se inyecta. Ríe, grita, dice en inglés una frase que Marisa no entiende. Llega sí a entender –a ver– que ahora Gloria agarra la jeringa que él le convida y se inyecta, ríe histérica, grita, lo patea en las pantorrillas, lanza un aullido de euforia o de pánico. También llega a distinguir, con cierta dificultad, porque la nieve cae ahora más fuerte, que él entonces se acerca a ella y ¿es un rodillazo, un puñetazo, un intento fallido de abrazo atípico? ¿algún código entre ellos? ¿se está agachando Gloria, o llorando, o doblando de la risa o de la furia? Pero no importa en verdad dilucidar nada de esto porque Marisa se apura, no quiere mojarse de copos el gorro de cuero de vaca que es lo único que se trajo de Argentina y que seguro no logrará encontrar acá uno nuevo igualito en este pueblo perdido del norte y ahora tiene frío y corre sin darse vuelta sin preguntar quién la mandó a comprar helado de dulce de leche Agendaz un sábado de invierno a las diez de la noche si el helado Agendaz es horrible y ese dulce de leche artificial de mierda en nada se parece al helado artesanal que ella tomaba en Buenos Aires.

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