Grafemas

Boletín de la AILCFH

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Marimar Huguet, The College of New Jersey
Publicado en Grafemas diciembre 2010

“Entrevista a tres niñas de la República”

¡Y si sabes quién te mató a tu hijo, te has de callar! ¡Y si sabes quiénes te violaron, te has de callar! ¡Y si sabes quién te robó tu casa, te has de callar! ¡Y si sabes quién te robó y vendió a tus hijos te has de callar!
(“Mujeres en el franquismo”, Fòrum per la Memòria del País Valencià. 21/09/08)

Las tres eran niñas, las tres venían de familia republicana, las tres vieron sus vidas sesgadas y marcadas por el estallido de una guerra que nunca debió de empezar, la Guerra Civil española (1936-1939). En las siguientes entrevistas, María de los Ángeles Caparroz Verdú (85 años), Rosa Jiménez García (79) y Hortensia Santamaría (80) nos narran sus experiencias durante los terribles años del conflicto y la consiguiente posguerra y dictadura, períodos estos dos últimos que ellas califican de incluso más execrables si cabe, debido a la terrible represión y el miedo imperantes.

Las presentes entrevistas forman parte de un proyecto iniciado en el verano de 2009 a través del cual estoy recogiendo testimonios de supervivientes de la guerra civil. No se olvide que los niños y adolescentes de aquella convulsa época tienen hoy día de 85 años en adelante. Muchísimos de ellos han muerto ya y otros se nos van muriendo con el irremediable transcurrir de los años. Encuentro por tanto imperioso no sólo el que se oigan sus testimonios sino que los mismos queden grabados en algún tipo de formato. La Historia, al fin y al cabo, es eso, el conjunto de experiencias de cada ser humano en un determinado momento en el tiempo en unas determinadas circunstancias y lugares. Es innegable que no es lo mismo leer un libro de historia sobre un período o aspecto específicos que sumergirse en las historias individuales de las personas que protagonizaron ese período. En una manera unamuniana de expresarlo, una Historia exacta debería de ser capaz de incluir la amalgama de los millones de personas sin historia, esto es, las que tradicionalmente no aparecen en los libros. Trabajo monumental, humanamente imposible y utópico, encuentro obligatorio el al menos hacer un esfuerzo por recoger una pequeña muestra de ese sinnúmero de testimonios. Vidas, al fin y al cabo, que si no quedan perpetuadas de alguna manera, se borran inevitablemente en el convulso e injusto mar del paso del tiempo y de las incontables almas que lo transitan.

Elegí en particular las tres entrevistas que se verán a continuación por ser las tres mujeres, por venir de familias republicanas y por compartir todas ellas experiencias similares de infancias alteradas por eventos trágicos. Hay quien pueda pensar que no es justo que no se haya incluido la entrevista de alguien del bando nacional. A primera vista, podría ser, pero estas páginas están dedicadas al bando perdedor de la guerra. Una guerra, que, como dije inicialmente, y si se hubieran respetado los resultados democráticos de febrero del 36, nunca debería de haber comenzado. Al fin y al cabo, no fueron estas mujeres, ni sus familiares, ni siquiera los que pensaban como ellos los que iniciaron el conflicto.

Ya que a María de los Ángeles, Rosa y Hortensia les robaron su niñez y adolescencia, que quede al menos reflejada en alguna parte su historia. Que en una especie de justicia poética, alguien pueda leer sus testimonios, reconocerlos y, a través de ellos, intentar asomarse a esa terrible combinación que producen los horrores de las guerras y la inevitable condición de ser humano.
Las tres mujeres fueron entrevistadas en el Centro de Mayores Salvador Allende de Alcorcón (Madrid) el 23 de febrero de 2010.

tres niñas

ROSA JIMÉNEZ GARCÍA
Cuando empezó la guerra yo tenía seis años e iba al colegio, a uno que la República había hecho en el Paseo de los Olmos, muy cerca de la Puerta de Toledo, la zona donde vivíamos, y que se llamaba Joaquín Costa. Todavía existe. Éramos cinco hermanas. Mi padre era un buen padre y un socialista maravilloso pero no le importaba si íbamos al colegio o no. Mi madre, sin embargo, también era socialista pero quería que fuéramos al colegio y aprendiéramos; era muy especial con eso. Un día en el mes de septiembre del 36, me llevaba mi hermana la mayor al colegio y nos sorprendió un bombardeo brutal. Franco había dicho que no iba a bombardear ni los monumentos ni los colegios, pero esto pasó en plena hora escolar, a las 3:00 de la tarde. No recuerdo muchos detalles porque sólo tenía seis años pero recuerdo perfectamente la imagen horrible de ver niños destrozados. No nos pilló a mi hermana y a mí porque un tío mío nos había visto pasar y al oír los ruidos de las sirenas porque venían los aviones vino corriendo a buscarnos y nos retiró de allí. Ese fue el primer bombardeo que yo vi.

Vivíamos al lado del mercado de pescado que estaba al lado de la puerta de Toledo, en la calle de la Arganzuela, 29. Cayó un día un obús y la casa se medio destrozó. Mi madre iba a servir a una casa en la calle Toledo y la familia se ofreció a que mis hermanas y yo fuéramos allí a vivir unos días, en el sótano. Pero a mi padre eso no le gustaba, porque allí estaban escondidos también dos de derechas y dos monjas. No nos hacían nada malo, recuerdo que rezábamos todos para que todo eso se acabara.

Por otro lado, yo tenía una tía comunista, hermana de mi madre, que trabajaba con el tema de los niños evacuados y le ofreció a mi madre que se fueran con ella fuera de Madrid y nos acomodaran a mis hermanas y a mí en diferentes casas. Así fue y nos llevaron a Cañada de Calatrava, en Ciudad Real, en unos camiones repletos de niños. Pero a mi tía no le convenció aquello. Nos dijo que estaríamos allí unos días hasta que vinieran otros camiones que iban a ir a Valencia. Y nos llevaron a Valencia, a Chiva, y allí nos repartieron en diferentes casas. Yo estuve en una, en la que estuve muy bien, pero estuve sin ver a mi madre dos años y pico. Cuando la guerra ya se daba por prácticamente terminada, mi padre vino a por nosotras y comenzamos la marcha de vuelta hacia a Madrid en un camión de fruta que iba para Cuenca. El camionero nos dejó cerca de la estación del tren y desde allí fuimos andando al pueblo de mi madre, que era de Cuenca, y de allí un chico joven nos pasó a Guadalajara, por la montaña, y nos dijo “De aquí salís a Albalate de Zorita”. Y de ahí, andando todo esto por el campo (mis hermanas y yo íbamos de pena), fuimos a parar a Ambite (provincia de Madrid), donde mi padre había trabajado durante la guerra en la construcción de unas vías del tren. Mi padre prefirió ofrecer sus servicios durante la guerra trabajando en lo que fuera; decía que al frente no quería ir, le daba pánico pensar en ello. En Ambite nos quedamos unos meses y fue allí donde por fin volvimos a ver a mi madre.

Cuando dijeron que la guerra estaba ya terminada, un señor del pueblo le dijo a mi padre: “Saturio, llévate de aquí a tus dos niñas mayores, que aquí no están seguras; los falangistas se están preparando y puede que vengan a por ellas”. Así que cuando cayó la noche, cogió mi padre un poco de ropa y a mis dos hermanas mayores y se fueron andando desde Ambite a Madrid. Mi madre se quedó con nosotras en Ambite con un nuevo hermanito que había nacido. Cuando llegó la mañana, efectivamente, un grupo de falangistas vino a buscar a mis dos hermanas mayores. Mi madre les dijo “Se han ido. No sé a dónde, pero cuando me he querido dar cuenta mi marido y las niñas ya no estaban”. Entonces se querían llevar a mi madre, pero no sabían qué hacer con nosotras y el niño pequeño. Y parece ser que dijo uno “Déjales, que ya lo pagarán todos juntos”. Fue entonces cuando mi madre decidió que nos fuéramos andando desde Ambite a Orusco (Guadalajara) por la vía del tren, subiendo una montaña, con una escarcha tremenda que había y nosotras pequeñas y un niño pequeño… Te puedes imaginar. Una vez allí, esperamos un tren, que nos llevó a Madrid, a la estación de Atocha. Y ya desde allí nos fuimos andando por la Ronda de Atocha, la Ronda de Toledo hasta llegar a la plaza del Campillo del Mundo Nuevo y de ahí a mi casa, en la calle de la Arganzuela. Cuando mi padre nos vio, se desmayó porque él pensaba que ya no nos iba a ver. Llegamos destrozadas, sin haber comido en todo el día. El bebé llegó muy mal. De hecho, duró unos meses nada más. Enfermó y cogió una bronconeumonía de la que murió. Era un niño precioso.

En cuanto a la posguerra, fue peor, si cabe. A mi padre se lo llevaron al campo de concentración de Campo del Rayo, en Vallecas. Allí estuvo unos cinco o seis meses y no le tomaron el nombre siquiera, ni a él ni a nadie. Cuando les dejaron finalmente salir, no se atrevían porque había pasado anteriormente que dejaban salir a algunos y los mataban nada más salir.

Cuando ya volvió a casa no se atrevía a salir a la calle. El miedo le comía. Pero teníamos que comer, así que mi madre habló con unas gitanas para vender estraperlo, concretamente pan y bollos. La gitana los hacía, se los vendía a mi madre, y mi madre los volvía a vender. Mi hermana que era dos años mayor que yo y que ahora vive en Usera era la que vendía. A mí me daba miedo correr de los guardias, aunque vendía de vez en cuando alguna barrita; bajaba y subía a casa nada más. Un día iba yo a casa con medio kilo de lentejas y me cogió un guardia de los grises. Me metió en el tranvía número 32, que recorría el trayecto Puerta de Toledo-Velázquez, que es un tranvía que funcionó muchos años, y me hizo bajar al final de Velázquez. Me quitó la bolsa y me dejó marchar. Para volver a casa, como no tenía dinero, tuve que volver andando. Seguí las vías del tranvía: salí de Velázquez, llegué a la calle Alcalá, continué hasta la Puerta del Sol, caminé hasta la Plaza Mayor, la calle Mayor, y de ahí a mi calle.

Otro día, tendría yo diez años y pico, llevaba dos barras de pan para venderlas, aunque me diera miedo. Estaba en la Plaza de la Cebada y me vio un guardia, el cual me arrestó y me llevó a la comisaría que estaba al lado del Cine Castilla, al lado de El Viaducto, en la calle Mancebos. Estuve allí toda la tarde. Mi madre vino y se ofreció para cambiarse conmigo, pero estaba otra vez embarazada y no la dejaron. Cuando llegó la noche me metieron en un furgón y me llevaron a la Dirección General de Seguridad, en la puerta del Sol. Allí había de todo: maleantes, estraperlistas, prostitutas. Nos desnudaron a todos y nos metieron en unas duchas. De allí, me llevaron a la cárcel de mujeres de Ventas, donde me interrogaron y me tomaron las huellas. Tendría yo unos once años nada más, pero estaba alta para mi edad. Mi hermana, la que tenía dos años más que yo, también estaba en la cárcel. Una señora mayor me aconsejó que si me preguntaban la edad, dijera que tenía dieciséis años porque, si no, me podían llevar a un correccional. Una vez dentro, me ducharon; a las que tenían piojos les cortaban el pelo al cero. Estuve allí cinco días y mi hermana un mes. Durante el tiempo que estuve ahí recuerdo que no nos dieron ni una manta para taparnos. Bueno, miento, mi hermana tenía un trozo de manta de una señora que ya se había ido. Dormíamos en el suelo, en un pabellón grande donde habría unas doscientas mujeres.

Luego, cuando ya fui un poquito más mayor, con mi amiga Victoria, cuya madre había vendido también estraperlo, volví a recorrer todo ese trayecto hasta la cárcel de Ventas, cuando ya la habían tirado, que la tiraron en seguida. A mí me gusta mucho pasar por donde he pasado y no ocultar nada, porque no me da ninguna vergüenza, porque nunca hice nada malo.

A partir de esa experiencia, ya no vendí más estraperlo. Me puse a servir en casa de unos señores que conocía mi madre. Y ahí, por lo menos, comía. Al tiempo, me puse a trabajar de sastra en la calle del Amparo, con lo que ganaba una peseta a la semana. Luego me busqué otro taller donde ganaba más. Con trece años fui a trabajar a una fábrica de calzado, al barrio de “La China”, un barrio en la M-30, donde estaba antes la depuradora del agua. Allí ganaba cinco pesetas a la semana; lo importante era llevar dinero a casa.

También te puedo contar que yo tenía un cuñado, que era del partido comunista y había sido teniente en la guerra y estuvo en el Penal de Ocaña casi cuatro años. Le dieron unas palizas brutales. Pero, para mí, lo peor de la guerra fue no ver a mi madre durante dos años y pico. Eso me marcó terriblemente [Rosa, notablemente afligida en este momento, necesita detenerse al pronunciar estas palabras] y todavía no he perdido esa sensación de profunda tristeza cuando me acuerdo.

Con el tiempo, también volví a Chiva, donde me llevó uno de mis yernos. Recuerdo que en Chiva le decía a mi yerno mientras conducía: “No me digas nada, que os voy a llevar yo a donde yo vivía”. Y los llevé. La casa estaba todavía, pero me dijeron que los dueños ya habían muerto, y me dieron la dirección de donde vivían los hijos. Fui al portal y llamé, pero no había nadie; una señora nos dijo que todos los domingos se iban a un chalé que tienen. Volví en otra ocasión a Chiva, pero la casa ya la habían tirado y habían hecho otra. Pero el recuerdo que a mí se me ha quedado de Chiva lo tengo muy presente, y lo mismo me pasa con Cañada de Calatrava; te podría llevar ahora y decirte exactamente dónde estuvimos.

HORTENSIA SANTAMARÍA
Cuando empezó la guerra tenía seis años y vivía en Cisterna, un pueblecito de León muy cerquita de Riaño. A esa temprana edad vi algo que me dejó marcada para toda la vida, porque vi cómo sacaron y se llevaron a mi padre de casa, delante de mí, para no volver a verlo jamás.

Recuerdo perfectamente que mi padre acababa de llegar a casa de trabajar en el calero; tenía puesta una camiseta de tirantes blanca (que si cierro los ojos lo puedo ver perfectamente) y acababa de recoger un par de cebollitas de verano de nuestro huerto para prepararse una merienda. De repente llegó un furgón de la guardia civil y le dijeron que le tenían que acompañar al ayuntamiento. No dejaron ni que mi madre entrara a casa para darle una camisa que ponerse encima; como estaba se lo llevaron. Esa fue la última vez que lo vi.

Sé que al día siguiente mi madre y mi abuelo paterno fueron a verlo a una cárcel en Riaño donde, según me dijeron con los años, le tuvieron que dar de beber de un botijo porque él era incapaz de doblarse de la paliza que le habían dado. Lo único que supimos después de eso es que a los siete días lo sacaron a él y a otros cinco más y los fusilaron, con la mala suerte de que no les dieron el tiro de gracia y mi padre quedó malherido. Como pudo, llegó a un pueblo cercano que se llamaba Puente Almuhey, donde le curó un médico. Pero estando allí, llegaron los de Falange y se lo volvieron a llevar. Y eso es lo último que supimos de él, a partir de ahí se pierde la pista.

Mi abuelo paterno era ferroviario de línea estrecha de León a Bilbao, trabajaba para la FEVE (Ferrocarriles de Vía Estrecha), y tenía muchas amistades; trabajaba de revisor en los trenes y todo el mundo lo conocía. Gracias a eso se enteró de varios pormenores en la desaparición de su hijo. Pero le dijeron que dejara de indagar, que lo tenían a él y a su familia muy vigilados. En el año 51, cuando murió mi abuelo, encontramos en su cartera un documento muy dobladito donde se explicaba qué le había sucedido a mi padre. Pero no se dice dónde murió, si fue en una cuneta o dónde.

Yo por mi parte estoy en contacto con la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) y les he enviado todos los datos y documentación que me pidieron, incluida su defunción, la cual es una triste ironía. En ella se dice que fue asesinado por las hordas marxistas. Por otro lado, los de la ARMH me pidieron autorización para mandar toda la información a las Naciones Unidas; me preguntaron si deseaba quedar en el anonimato y les dije enfáticamente que para nada. De todos modos, no tengo ninguna esperanza de encontrar los restos de mi padre; siempre he tenido la impresión de que fue de los que quedaron en una cuneta.

Quiero añadir que esta desgracia me robó a mí todo: mi niñez, mi juventud… Quedé sola con mi madre y una hermana de dos años con la que tuve que empezar a ir a comer al Auxilio Social durante años. Las legumbres que nos daban estaban siempre llenas de piedras y el arroz siempre estaba mezclado con heces de ratón. Fue espantoso. Además, yo creo que habría sido una persona que habría valido para estudiar; estudié hasta los quince años pero no pude continuar desgraciadamente por falta de medios, pero mis maestras siempre me animaron a continuar. Es ahora que en este centro voy a todos los talleres que puedo: Filosofía, Historia, Botánica, Naturaleza, etc. Por otro lado, también quiero añadir que los años que vinieron después del asesinato de mi padre los viví con un verdadero pavor hacia la guardia civil. Y algo que no podía soportar era el tener que cantar el “Cara al Sol” todos los días al principio de clase, antes de sentarse en el pupitre, después de lo que le había pasado a mi padre

Y quiero que quede bien claro que yo ni perdono ni olvido, que quede claro, ni perdono ni olvido. Mis nietos, que ya son grandes, están asombrados de que tenga unos recuerdos tan nítidos de esta historia, pero es algo que marca. Está en mi memoria grabado como una película. Yo les intento hacer ver que se imaginen lo que es que se lleven a tu padre delante de ti para no volver a verlo más.

Algo que también quiero mencionar es lo duro que fue continuar viviendo en el pueblo con las personas que sabíamos que habían delatado a mi padre y a los otros hombres que fusilaron. Eso es lo que tienen los pueblos pequeños, desgraciadamente: se sabía quiénes eran de izquierdas y quiénes de derechas y ese fue nuestro pecado, ser de izquierdas.

MARÍA DE LOS ANGELES CAPARROZ VERDÚ
A mí la guerra me tocó aquí en Madrid. Vivíamos en el barrio de Peña Grande, por la carretera de El Pardo, a la derecha de la Playa de Madrid. Estábamos cerca de Brunete y del Alto de los Leones y el peligro hizo que mi padre nos llevara evacuados a la zona roja de El Goloso, al monte Viñuelas, a una casa grande que era de la Guardia Civil. Ahí pasamos la guerra con un par de familias más. Yo tenía unos 12 años. No lo pasamos muy mal allí por ser zona roja, teníamos comida, pero se pasaba miedo porque bombardeaban mucho, al fin y al cabo estábamos muy cerca de Madrid. En cierta ocasión, nos quisieron llevar con un grupo de esos niños que se llevaban para Rusia, pero mi madre dijo que no. Éramos siete hermanos y mi madre dijo que si teníamos que pasar hambre que la pasábamos todos. Uno de mis hermanos estuvo en el frente, en la quinta esa que llamaban “la quinta del chupete”. Mi hermano sólo tenía cuatro años más que yo, imagínate. Pero otro hermano, que era dos años menor que el otro, se fue con él también. Gracias a Dios no les pasó nada. Mi padre también estuvo en la guerra, pero lo hirieron en Brunete. Además, sufrió de una úlcera de estómago durante la guerra que hizo que lo pasara muy mal.

santiagoCuando terminó la guerra, volvimos a Peña Grande y entonces fue cuando lo pasamos realmente mal. Vinieron a por mi padre, que había sido secretario general del Partido Socialista y de la UGT, pero no estaba. Mi madre trabajaba de sirvienta en la casa de un falangista y, aunque tengo recuerdos malísimos de los falangistas de Peña Grande, debo reconocer que éste fue un hombre bueno; don Emilio, de Jaén, recuerdo. De hecho, cuando vinieron a por mi padre, mi madre se lo contó a don Emilio y él debió de hablar con alguien porque ya no le molestaron más a mi padre. Pero nosotros no pasamos la misma suerte; ten en cuenta que prácticamente nos criamos en la Casa del Pueblo. Para que te hagas una idea, en la Casa del Pueblo se hacían actividades para los niños y jóvenes: teatrales, deportivas... Ahí podían estar los hijos de los empleados mientras sus padres trabajaban en sus actividades políticas.

A mí por ejemplo me llevaron a un cuartelillo y me dieron aceite de ricino, por roja, como decían ellos. Me dieron una barra de pan empapada por dentro con el aceite aquel. Imagínate, con el hambre que había, la tentación de comer el pan. Además, que me empujaban el pan en la boca para que me lo tragara. Después me cortaron el pelo al cero; sólo me dejaron aquí un “kiki” [se señala la parte superior de la cabeza] y me pusieron un lazo con un cartel que decía “por roja”. Y así me pasearon por toda Peña Grande subida en un burro. En el mismo cuartelillo donde me dieron el aceite de ricino había un compañero de mi padre, que era herrero y estaba ahí porque decían que era rojo también. Delante de mí (y esto es algo que no se me olvida, hay noches que estoy durmiendo y se me viene a la cabeza), con unas tenazas de esas de sacar los clavos le cortaron los dos pezones.

Después de todo esto me sacaron a la calle y me llevaron a un sitio que hay en Peña Grande donde hay una cruz que llaman “La Cruz de los Caídos”. Ahí me dieron un fusil de madera y me pusieron a hacer guardia de pie toda la noche. De vez en cuando, me decían por la ventana: “¡Ese pecho fuera!” Mis padres no podían hacer nada; mi padre vivía prácticamente escondido, la verdad. Los falangistas pasaban por nuestra casa todos los días tocando el himno nacional y cargando un pendón y cuando eso pasaba todo el mundo tenía que salir afuera a saludar con el brazo en alto, por lo que mi padre siempre intentaba esconderse en una tienda de ultramarinos de unos amigos. Pero un día alguien dio el chivatazo y lo sacaron. Le dieron más bofetadas que a un tonto y le hicieron ir delante de toda la comitiva con el brazo en alto.

nota

Y en general, pues esos años fueron de mucha hambre y miedo. A mí una vez un falangista me dijo: “Lo estamos haciendo mal, deberíamos de haber empezado cortando la semilla, para que no crezca”. Daba a entender que en vez de haber liquidado a tantos adultos, deberían de haber cogido a los niños para que no cometieran venganzas el día de mañana.

Algo que quiero añadir es que me da pena que la juventud de hoy en día no muestre interés por esta terrible guerra. No les interesan las batallitas, como ellos las llaman, de nuestra época. Sólo tengo un yerno, el de mi hija más pequeña, que muestra verdadero interés y muchas veces me pide que le cuente historias de aquella época, pero los demás pasan olímpicamente, y los nietos para qué contarte.

Y, por último, quiero decir también que me parece muy bien el que se haya creado la Ley para la Recuperación de la Memoria Histórica. Lo que veo muy mal es que estén detrás de Garzón. Yo por suerte no tuve ningún familiar que llegara a morir durante la guerra o posguerra, pero si lo tuviera ¡obviamente quisiera saber dónde está enterrado!

* * *

Mucha gente me pregunta que qué es lo que pretendo con estas entrevistas que estoy realizando. Bien, varias cosas. La primera, mandar un guiño personal en el tiempo a lo que me inspiró a lanzarme a las opacas aguas del pasado y la memoria olvidada: la muerte de mi propio abuelo materno durante la guerra. Una historia llena de secretismos y rumores que siempre oscurecieron la existencia de un hombre al que mi madre nunca conoció y cuya relación extramatrimonial y clandestina con mi abuela no hizo más que eclipsar aún más su identidad. A día de hoy aún estamos recomponiendo las recónditas piezas del puzle de quién fue este hombre y por qué y por quién fue asesinado. Este ha sido el combustible que siempre ha contribuido a mi apasionamiento por la época de la Guerra Civil y sus “desaparecidos”. Es por ello que el escuchar vivencias personales de la época y aprender de ellas se ha convertido casi en una necesidad personal. Es como si dichas historias fueran piezas individuales de un enorme rompecabezas con las que se podría ir reconstruyendo poco a poco la totalidad del mismo. A veces, algunas de esas “piezas” caen cerca de la que le hubiera correspondido a mi abuelo en este gigantesco puzle, lo cual, he de admitir, suscita sensaciones indescriptibles.

Pero, más allá de lo personal, y como quedó mencionado anteriormente, encuentro una necesidad de escuchar a estas personas y, por un lado, intentar entender mejor los terribles años de la guerra y, por otro, darles la oportunidad de expresar su dolor y las injusticias sufridas. Creo que es hora. Después de haber sido testigos expectantes de una Ley de Recuperación de Memoria Histórica que ha traído más quebraderos de cabeza que resultados concretos, he observado que estos encuentros, aunque no vayan a devolverle la justicia a nadie, se convierten en una especie de terapia para ellos, al menos psicológicamente. Sentirse escuchados, que otros intenten imaginar las miserias por las que tuvieron que pasar. Expulsarlo todo, sus fantasmas de un pasado tiznado de injusticias, dolor y hambre; un pasado que no tuvo un capítulo final, mucho menos un epílogo. Aunque aplicado a un nivel más personal e íntimo, y como recientemente expresó el magistrado Baltasar Garzón en el Institu d'Études Politiques de París al comenzar su discurso con motivo del premio recibido Rene Cassin (otorgado por su defensa de la libertad y la democracia), se puede concluir sin mucha dificultad que “Las heridas que no se limpian se vuelven abrir.”

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