Grafemas

Boletín de la AILCFH

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Creación: Patricia Venti, profesora e investigadora independiente
Publicado en Grafemas diciembre 2007

El discurso autobiográfico en la obra de Alejandra Pizarniko

Consideraciones teóricas
La crítica ha venido considerando que los diarios, correspondencia, cuadernos de notas, y crónicas de viajes pertenecen a los géneros menores por ser una escritura fronteriza entre lo público y lo privado que escapa de los modelos canónicos de la narración y se ubica en la marginalia. En este sentido, menor significa hacer una literatura en los intersticios, con un lenguaje y temas no contextualizados dentro de las grandes corrientes. La escritura, siguiendo un modelo transgresor y desarticulado, busca aprehender lo eterno desde lo transitorio, creando una totalidad autónoma perdurable: “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable” (Baudelaire 92). Dichas formas de expresiones marginales, han sido revaloradas por el pensamiento post-estructuralista, no sólo porque transgreden las premisas heredadas del clasicismo artístico respecto a la autonomía de la forma, sino también a causa de que permiten romper con la idea tradicional de demarcación literaria de la alta cultura (Egan 83). Para ello, es necesario legitimar la modalidad extraterritorial de lo literario y pensar el campo intelectual no como un sistema estático, regido por dicotomías aparentemente simétricas (lo culto/ lo vulgar, pureza/impureza, alta cultura/ baja cultura), sino por una dinámica continua que permite captar fenómenos transitorios, múltiples. De este modo, la literatura fragmentaria, heterogénea, descentrada e inclasificable dentro de las entidades establecidas, se vale de la intertextualidad y la reescritura para darle al discurso distintas versiones de la realidad. Si los géneros representan normas literarias que establecen el contrato entre un escritor y un público específico, la escritura de la marginalia, rompe los sistemas tradicionales de regulación. En cualquier caso, estamos frente a un sistema de géneros que replantea sus fronteras, pero más allá de la categorización general, los procesos transdicursivos están sometidos a dos factores que a  veces se entrelazan y son difíciles de separar: evolución e hibridación. Es evidente que los géneros con el transcurrir del tiempo se transforman, expanden, mezclan y hasta se trasladan. Asimismo, los textos híbridos se descategorizan para originar nuevas formas, tal como lo han puesto de manifiesto el proceso moderno. Y aunque la eclosión de estas prosas limítrofes, “situadas al margen de cualquiera de las entidades establecidas (...) en la frontera de los géneros” (López Parada 25), se produjo especialmente en los años sesenta del siglo veinte, observamos que en las últimas décadas del diecinueve ya tenían cierta popularidad, incrementándose ésta durante el modernismo. Por lo demás, las prácticas discursivas instauradas desde la alteridad, implican otro problema: la fragmentación (1). Durante el Romanticismo se enunció la estética de lo fragmentario, sin embargo, no fue hasta las vanguardias cuando se sustituyó la representación visual y verbal posrenacentistas. En la actualidad, el modelo ha ido cambiando su naturaleza  hasta convertirse en una unidad sin género ni definición, cuya escritura es caprichosa e inarticulada. El relato fragmentario busca una estética del caos, casual, arrítmica sin un marco de referencia general. Desde el punto de vista de la producción, la fragmentación es un signo de la autoconciencia creadora y en su recepción, el lector debe encontrar una continuidad dentro de la estructura escindida además modificar sus mecanismos de desciframiento y reconocer las fuentes originales. La reunificación de las partes solo es posible, yuxtaponiendo los segmentos, pero no debemos olvidar que el sistema está ausente porque el fragmento ha renunciado a él. En cuyo caso, la porción adquiere singularidad y se sitúa dentro de una nueva categoría. En consecuencia, el fragmento “se reinventa a si mismo en un ars combinatorio y nos hace partes de la ficción de su mito” (Ortega 8).

Ahora bien, Starobinski se afana por encontrar en el espacio autobiográfico algún tipo de especificidad, bien sea histórica, genérica, existencial, documental o contractual. El crítico enfatiza el aspecto ficcional de este discurso, que en el recorrido de la escritura entre el autor y su pasado, construye un proyecto de “darse a conocer” al otro (283-312).Y Weintraub siente la necesidad de diferenciar de manera teórica lo que llama subgéneros dentro de esa manifestación global que es la escritura autobiográfica. Jean Molino apunta que el género autobiográfico no existe, debido a que forma parte de las diversas modalidades de escritura cuyo concepto del yo queda difuso (135). Por otra parte, algunos críticos sostienen que el género está sometido a una constante evolución, donde el espacio autobiográfico no se circunscribe solo a las biografías, autobiografías, memorias, testimonios, historias de vida, diarios íntimos correspondencias, cuadernos de notas y de viajes sino que abarca un sin número de registros que irían desde autoficciones, novelas, filmes, video y teatro autobiográficos, entrevista mediática, conversaciones, retratos, perfiles, anecdotarios, hasta la escritura académica (Arfuch 51). Por ello, toda narración, sea ficcional o no, debe interpretarse como arreglo muy personal de un acontecer extratextual en principio carente de significación; en otras palabras, “la historia en cuanto conjunto de actos que se suceden según una lógica interna no pertenece nunca a la realidad, puesto que es precisamente la actividad mental del narrador plasmada en el discurso la que convierte una serie amorfa de coincidencias del mundo externo en una sucesión coherente de procesos cargados de sentido”(Eberenz 41). De acuerdo con lo anterior, concluimos que cada periodo tiene su propia concepción de la escritura autobiográfica y, más precisamente, su propia concepción de la memoria, de las maneras de recordar que harán que la escritura del yo coincida con lo que la época espera del género.

La escritura pizarnikiania en el contexto argentino
En Argentina, durante los años 40 y principios de los 50, se habían perfilado por entero las grandes corrientes poéticas del postperonismo. Entre ellas figuraba la vanguardia donde Alejandra Pizarnik se formó y desarrolló. Sin embargo, su entrada en escena no implica necesariamente que se la pueda adscribir en esta corriente. Desaparecido el régimen (con posterioridad a 1955) dicho movimiento literario pervivió con fuerza durante unos pocos años más. Sin embargo, el fin del peronismo supuso una línea divisoria a partir de la cual se cimentó progresivamente una ruptura intelectual, estética y temática con el pasado, más orientada a las preocupaciones sociales, y menos volcada al hecho poético en sí mismo.

Mientras en el país se cristalizaba una nueva generación literaria que venía proyectándose desde los 50, Pizarnik perdía progresivamente sus adherencias más sólidas con los movimientos poéticos argentinos. En este contexto, resulta claro que la poeta mantenía estrechos vínculos con muchos de sus compañeros generacionales, disfrutaba de su amistad y se beneficiaba del apoyo e influencia de algunos de ellos para apuntalar su carrera literaria. Sin embargo, no existe un consenso por parte de los críticos a la hora de adscribirla a un movimiento determinado dentro de su generación.

La escritora desde sus comienzos literarios había leído a los simbolistas franceses y románticos alemanes, y su madurez como poeta se consolidó en Francia, donde pasó cuatro años formándose (1960 a 1964), lo cual conforma su bagaje más importante y el núcleo de sus influencias. Entretanto no perdió contacto con sus contemporáneos argentinos y a su vuelta a Buenos Aires, estaba en disposición de alejarse del contexto local y hablar con voz propia. Ya en este punto, Pizarnik podía ser considerada una poeta de factura muy personal, difícilmente encasillable en una corriente precisa. Entre 1967 y 1969, publicó Infierno musical y Extracción de la piedra de la locura. Ambas obras, en las que late un fuerte influjo surrealista de Artaud, forman parte del depurado discurso público de la poeta, en este caso particular forjado a base de prosas extensas –a diferencia de los textos breves típicos de Árbol de Diana y Los trabajos y las noches–, que mezclan imágenes y realizan asociaciones inconscientes. Desde 1969 en adelante, Pizarnik desarrolló –tanto en Hilda la polígrafa como en los textos inéditos- una escritura privada y experimental con múltiples influencias, que cristalizó en una voz propia, en prosa –como había deseado–, de carácter íntimo, que giró a menudo en torno a una temática sexual y fue altamente transgresora. La obra pizarnikiana durante esta época abunda en temáticas pornográficas de Sade y Bataille, retoma el neobarroco de Sarduy y las dislocaciones sintácticas y juegos de palabras de Cabrera Infante –que Leónidas Lamborghini y Susana Thenon ya exploraban en Argentina–, aplica matices escatológicos propios de Quevedo, elementos populares (el voceo, el tango) típicos de Puig y Cortázar y los culmina con pasajes en que se hace uso de recursos humorísticos judíos. Respecto de la temática pornográfica, la escritora desarrolló algunos de los temas que el movimiento de liberación gay estaba plasmando en paralelo en los Estados Unidos.

Así pues, Pizarnik culminó su carrera significativamente separada del contexto literario argentino –caracterizado a comienzos de los setenta por la militancia de la poesía en el plano político social, deriva a la que ella era reacia-. Entonces, la escritora, siempre en busca de una voz propia, exploró territorios muy novedosos en el campo de la prosa íntima, cuyo estilo transgresor los exiló a la esfera de la escritura privada, y que no habrían de ser sacados a la luz pública hasta decenios después. Si la Pizarnik poeta que escribe desde mediados de los cincuenta hasta la segunda mitad de los sesenta, se consagró influida por romanticismo alemán, el surrealismo y el simbolismo franceses –y lo hizo relativamente separada del contexto argentino, en especial durante su etapa parisina–, la Pizarnik “prosista” de finales de los 60 y primeros años de los 70 intentó hallar un discurso diferente al practicado hasta entonces, cuya poesía sentía que estaba “muerta”. Lo logró sumando múltiples influencias en textos cuya transgresión resultaba tan intensa que sus escritos sólo se publicaron póstumamente o bien, todavía están inéditos.

Los textos autobiográficos de Pizarnik
Los diarios de Pizarnik comienzan en 1954 y concluyen en 1972. El diario no fue un sustituto de la obra artística sino su sostén, y, a medida que escribía, iba conformando una identidad fortalecida con el tiempo. Las anotaciones del día a día, las citas, reflexiones y fragmentos de prosas poéticas formaron parte de su gran proyecto literario: escribir una Bildungsroman (2); sin embargo la construcción de una historia implicaba continuidad y disciplina, condiciones que fue incapaz de cumplir. A mediados de los sesenta, desechó la idea de hacer una novela y comenzó a realizar textos breves de corte autobiográfico que alternó con traducciones, obras de teatro y ensayos bibliográficos. Todo su esfuerzo por conseguir una imagen de sí misma superior a la realidad la llevó al aislamiento, y aunque su vida estuvo exenta de acontecimientos notables, ella se esforzó en imaginar lo que deseaba ser, lo que deseaba de otros.

Pese a su “fracaso” como novelista, las páginas escritas día tras día, se pueden considerar una especie de novela sin otro hilo argumental que el pensamiento. La escritura en clave, el desconocimiento de las personas a quienes menciona, su extensión y el mismo desorden con que están recogidos, hace aún más difícil, si no imposible, la reconstrucción cronológica de su vida. Pero lo importante, por encima de la coherencia narrativa es la descripción de los sentimientos que ocupan un lugar preponderante en este tipo de escritura (Puertas Moya 51-52). El diario pizarnikiano no es esencialmente una confesión ni relato de sí misma, sino un memorial, un recordatorio de quién es cuando escribe, una atadura a los detalles insignificantes de la realidad, y en última instancia, un desahogo a sus múltiples obsesiones. En él, solo podemos encontrar -de manera puntual -algunos vestigios del holocausto vivido por sus progenitores, experiencia que le generó un sentimiento de permanente exilio, unido a la aflicción por la imposibilidad de encontrar una “patria” donde echar sus raíces. La autora argentina escribe para liberarse de la desposesión y la angustia provocada por la falta de orden en las lecturas, la elaboración de textos y planes a largo plazo. El ritual de fijar cada día en el papel, le devolvió la ilusión efímera de la continuidad y el retorno del yo a su lugar de origen.

Numerosas fragmentos buscan lo poético, son piezas retóricas porque están trabajadas en función de un estilo. En muchas de sus páginas, no leemos pues la intimidad de su autora, sino lo que el sujeto de la escritura nos permite. En definitiva, la práctica diarística representó una transgresión, no sólo frente al mundo sino también contra los modelos literarios, “los cuales consideran que toda escritura es un acto de comunicación, por lo que debe ser conocida, publicada y divulgada” (Puertas Moya 57). Para Pizarnik este tipo de obra fue un acto de protesta, una forma desestructurada y variable de ser el mundo, “un texto anti-literario, una postura antiinstitucional” (57). Desde las primeras páginas, ella fue conformando una expresa voluntad de morir, y tal deseo proclamado y reiterado año tras año, fue la preparación psíquica para su autoinmolación. La letra se convirtió en fatum y el único camino trazado fue el suicidio. Las ideas perdieron entidad y eficacia, el silencio envolvió la página y los nombres se desmembraron, los sonidos cayeron y el cuaderno se transformó en tumba de un cadáver textual.

Pizarnik incorpora en sus diarios conversaciones entre parientes, escenas de violencia domestica o eventos personales del pasado, que no solo condicionan su identidad cultural sino que también afectan la historia familiar. Las fotografías, las cartas y los documentos familiares, son objeto de la mirada pizarnikiana con el fin de ilustrar su presente con las vivencias de sus antepasados. La sintaxis argumental de la genealogía familiar se contrapone a una sintaxis fragmentada de su configuración personal. El método de interpretación y registro autobiográfico de la escritora argentina apunta al deseo de romper códigos sociales, culturales y sexuales de su momento, a una rebeldía, una postura que la llevó al conflicto permanente entre lo “políticamente correcto” y sus convicciones. Dicha actitud del sujeto autobiográfico cuestiona el modelo de representación en juego, se resiste a su institucionalización y promueve un modelo de representación alternativo entre convergencias y disidencias textuales y de género. Vemos pues, que los escritos autobiográficos de Pizarnik plantean una política de identidad singular, ya que en la indagación de su pasado nunca cede su voz a otros personajes, se entrega a su ser y estar entre dos culturas: la judía y la argentina. En su diario así como en el resto de la obra literaria, quedó expresada la necesidad de encontrar una identidad y un arraigo lingüístico.

Cuadernos de notas
Para Pizarnik, leer no significó una apuesta con el saber y la afirmación del género femenino, sino más bien una forma de adquirir mayor dominio de la lengua literaria. A través de sus diarios y cuadernos percibimos que fue una lectora voraz, obsesionada por asimilar las grandes obras de la literatura universal. Desde la adolescencia tenía una sola preocupación: adquirir una cultura enciclopédica. Leer, copiar y reescribir formó parte de su proceso de escritura. En consecuencia, la lectura enmarcó el acto creador y la cita fue parte de la necesidad de ordenar, catalogar y reconocer las filiaciones literarias con los  autores leídos. Estas anotaciones de todo y nada cuadernos, escritos entre 1956 y 1972, las podemos agrupar de la forma siguiente: en primer lugar, tenemos el Palais du vocabulaire, donde se encuentran únicamente citas de libros leídos; en segundo término, Notas gramaticales, es decir una especie de manual del español con ejemplos y finalmente en tercer lugar, nos hallamos frente a un material autobiográfico y creativo (dibujos, reseñas a libros y cartas nunca enviadas incluyendo fragmentos de poesía y prosa) aglutinado sin tipo ninguno de orden o sistema. En su “Casa de citas” encontramos lo que Nora Catelli ha denominado bibliotecas paralelas, en otras palabras, un lugar donde convergen y se relacionan los libros que la autora llegó a conocer, los que pudo revisar o leer. Por lo tanto, los actos de lectura son el espejo de su trayectoria como escritora y la formación de un estilo, además de revelarnos sus son gustos y repulsas literarias.

Si el diario sirve de catarsis o testamento autobiográfico, los cuadernos de notas son el sustento o el comienzo de toda obra. En muchos de ellos nos encontramos con fragmentos de poesía y prosa que luego serían usados por la autora para realizar sus trabajos literarios. Además de este material en estado “bruto” nos topamos con un taller de carpintería: dibujos, reseñas a libros y cartas nunca enviadas. Pero si vamos a lo más importante, estos apuntes son el registro sistemático de las lecturas efectuadas que luego le servirán de “biblioteca”, o, mejor dicho, de base de datos, disponible para su reelaboración. Así la composición de un texto lleva la huella de una labor lectora que copia los lugares comunes para producir un texto “original”. Leer y copiar se convirtió en una práctica común para la autora argentina. Es frecuente que el escritor vaya anotando sus proyectos, ideas, lecturas en un cuaderno, con la única finalidad de depositar datos que en algún momento le serán útiles para la producción literaria. Pero a diferencia de otros escritores, Pizarnik no improvisó en sus apuntes. Para ella la voz propia se sustentaba en el discurso ajeno y esto lo constatamos en sus Palais du vocabulaire, donde la ceremonia de leer se convirtió en el plagio continuo. Por otro lado, hay que reconocer que Pizarnik en su forma de citar sin comillas, se transforma en una lectora suspicaz que juega a su vez con las capacidades de su lector. De esta forma, se burla del lector modelo, que solicita una serie de códigos y marcadores legítimos. A partir de este punto se puede jerarquizar la competencia de un plagiario como aquellos que esconden, generalmente por desconocimiento del lector, la fuente de su latrocinio. Aunque es difícil tener una “enciclopedia” suficientemente grande para reconocer no sólo la fuente de las citas, sino la validez de las mismas. En el caso de Pizarnik, sus cuadernos de notas suplen esta deficiencia y nos sirven de guía para identificarlas.

Intercambio epistolar
La correspondencia que mantuvo Pizarnik con familiares, conocidos y amigos apenas comprende una década. Para ella, escribir cartas era una necesidad y se convirtió en una manera de estar en contacto con el mundo. El diario, en el caso de la escritora argentina, es un trabajo constante de introspección, de reflexiones en torno a la escritura, a su vocación literaria. Y en la correspondencia, la mayoría de las veces, es un relato abierto dirigido a un amigo o conocido, del que se espera una respuesta. Alejandra en el espacio autobiográfico circula indistintamente en la esfera privada y pública. Raras veces la escritora hace referencia a hechos personales destacados y en general se mantiene distante con las personas ajenas a su entorno, pero en ciertos casos permite que la voz extrovertida, abierta y comunicativa relate su quehacer literario. Pizarnik en sus cartas instala una voz pública preocupada por una estética y reconocida por el lector. Quizás el impulso que la llevaba a escribir cartas de forma compulsiva, se debía a que deseaba establecer el mayor número de “contactos” posibles, al tiempo que se apropiaba literariamente del mundo. “En los manuales de correspondencia del siglo XIX se aconsejaba a las mujeres que fueran muy discretas. La damas, se les informaba, jamás empiezan una carta con el pronombre yo”. La mujer era una anfitriona que jamás debía hablar de política o religión. Alejandra siguió estas consignas con sus corresponsales excepto con aquellos vinculados a ella en el plano afectivo. Al mismo tiempo, la autocensura, el silencio y la destrucción de numerosas cartas confirman que en realidad, su escritura epistolar refleja un juego intersubjetivo que define al sujeto a través de lo que escribe y en relación a quien lo lee (Bonifazi 10). La escritora argentina pasaba, sin dificultad, de un estadio al otro en el momento que se producía una sintonía entre la intención del emisor y el reconocimiento del destinatario (lector/a). La improvisación, la espontaneidad, la asociación libre regulan el ritmo de las cartas entre amigos. Pero cuando se trata de personas fuera de su círculo afectivo el acatamiento a normas sociales recubren la composición inicial y los chistes, la ironía y las injurias ligeras son excluidas. Para la autora, la comunicación epistolar persigue, antes que nada, darse a conocer para ser aceptada y querida. A través de ellas descubrimos los múltiples rostros de la autora que dibuja una imagen de si misma en función de las características del receptor.

De igual forma, la escritora argentina suplía la separación física, a través de la solicitud o el envío de retratos. Esta práctica tuvo su auge en el diecinueve y se siguió practicando durante el veinte, ya que la representación iconográfica “constituye un verdadero espacio de representación social donde la vestimenta, la posición del retratado frente a la cámara, los elementos figurativos con determinada proyección simbólica con los que aquél aparece, etc. contribuyen a fijar su identidad social” (Rubalcaba Pérez 455). Pizarnik (se constata en diferentes cartas) intentó reforzar los vínculos afectivos con el remitente y suplir la insuficiencia de la palabra a través de la fotografía. La elaboración de la imagen propia se conecta con diferentes conceptos como la identidad, la memoria, la continuidad, lo que supone una relación con el tiempo reducido al presente. Hay pues, un territorio donde los cuerpos están encerrados con su particular historia y nada le puede ser añadido. Infaliblemente, a través de las fotografías pizarnikianas, entramos en la “imagen, rodeando con los brazos lo que no está muerto, lo que va a morir” (Barthes 196).

La entrevista
Pizarnik configuró la construcción ficcional de un personaje a partir de los modelos literarios que admiraba y lo bautizó con el nombre de personaje alejandrino: una especie de poeta maldita que recorría la noche porteña hablando sin parar,  haciendo chistes, juegos de palabras y pronunciando obscenidades con voz ronca. En París el anhelo por codearse con escritores famosos  fue satisfecho y ello le ayudó a publicar sus textos en diferentes revistas europeas. Sin embargo, el reconocimiento definitivo y su consagración como joven poeta solo se produjeron después de su retorno a la Argentina.

En el año sesenta y seis ganó el Premio Municipal de Poesía, suceso que le brindó la oportunidad de ser entrevistada por varios periódicos locales. En las entrevistas, que en su mayoría fueron realizadas por escrito, la narración está ligada a la perspectiva personal del narrador. Pizarnik se posiciona como protagonista y describe los personajes significativos en su vida (por ejemplo, la amistad con escritores) y el trenzado social que comparte con ellos. Aunque no son textos de carácter biográfico, aparece en ellos el mismo tipo de reflexiones y de problemas que en Diarios. De modo que las entrevistas establecen inevitablemente una relación de dependencia y de trasvase continuo con el resto de su obra que contribuye finalmente a crear el espacio autobiográfico en la obra pizarnikiana. La “invención biográfica” en Alejandra no se limita a las entrevistas, también abarca sus diarios y correspondencia (3). Ivonne Bordelois ha señalado que poseía una «capacidad camaleónica de empatía con sus destinatarios» que acreditaban «la clara voluntad de congeniar con su dialogante, evitar roces o malentendidos, respetar los límites de la intimidad o atravesarlos impunemente» (Pizarnik, Correspondencia 23). Por ende, el enunciador es un yo/otro que ofrece al receptor una imagen que se adapta al contexto. En las entrevistas, a diferencia de sus textos de autoficción no destacan importantes datos biográficos, sino una “poética de la experiencia literaria” que servía para justificar su llegada al ruedo de la notoriedad (Arfuch 153). En su caso, la entrevista funciona  como “ritual de consagración”, re-productor de sus propios mitos. La escritora deviene en personaje y se coloca al lado de la literatura, trazando un “espacio biográfico” cambiante y efímero. Pizarnik construye un yo para cada actuación y es “quien (o aquello, si se lo concibe como órgano) almacena y registra los módulos de yos forjados unas veces con anterioridad, otras sobre la marcha y los dispone para su uso llegado el caso” (Castillo del Pino 16). La autora además de construir el yo, lo vigila y controla, también lo transforma mientras actúa para se adapte mejor a una situación determinada. La tendencia a ficcionalizarse es la consideración de que la obra autobiográfica significa la continuidad de la vida en el arte.

Escritura autoficticia
Si partimos de la idea de que el sujeto autobiográfico necesita de la ficción para constituirse como tal, vemos que autores como Alejandra Pizarnik han contaminado su vida (para mitificarse) y han colmado sus textos en prosa con hechos reales. Por este motivo, muchos críticos encuentran imposible trazar una frontera entre la ficción y la autobiografía. En el rastreo de sus manuscritos inéditos (depositados en la biblioteca de la Universidad de Princeton) nos encontramos que la autora trasladó a ellos sus principales obsesiones: su identidad judía y el lesbianismo. En varios de sus textos póstumos, se puede constatar puntuales momentos de crisis “reales” vivida por la autora, experiencias ficcionalizadas que animan al receptor a pensar que la identidad del narrador y la propia escritora, es la misma. Pero en última instancia, la verdad o falsedad del relato autoficticio carece de importancia. Los tópicos se multiplican a medida que Pizarnik afirma la intensidad de sus pensamientos neuróticos, demostrando la paradoja destructiva del egocentrismo: la obsesión literaria puede acabar por disminuir la realidad del propio yo. En “Otoño o los de arriba” y “la pequeña marioneta verde” (todavía inéditas) la realidad es una excusa para dar rienda suelta a varias de sus obsesiones: el sexo, el judaísmo, el suicidio, la locura. De modo que la escritura no puede resarcir de una manera satisfactoria y la escritora muere ahogada por su propio deseo de muerte (Bradu 11). En los textos reina un clima pesadillesco en que la  des-identidad juega un papel primordial. Ambos discursos narran los hechos de la vigilia del delirio, y las descripciones se sustentan en una especie de lenguaje testimonial que no responde a una lógica unívoca. Lo racional salta en múltiples direcciones, creando una atmósfera de terror, que a su vez es un onirismo desatado, construcción de imágenes agresivas, dominadas por el sinsentido. En el universo de la escritora,  la violación de los límites es una forma de romper el vínculo con el Otro. De esta suerte, la crueldad es gratuita y se ejerce para demostrar su soberanía. Los textos funcionan como una máquina que nombra el sexo al pie de la letra, donde se busca la multiplicidad de los cuerpos bajo la necesidad de la pulsión. En cuanto a la representación de la sexualidad lésbica, las narraciones autoficticias de la escritora argentina, lo homoerótico ocupa un lugar preponderante y la escritura deja de comunicar para romper el orden  de la prohibición moral, “sobrepasando los límites que marca la propia sociedad y constituyendo en sí misma un acto subversivo” (Pujante González 456). Pizarnik es una de las primeras en Latinoamérica en asumir indirectamente (por mantenerla sin publicar) esta proyección en su escritura. Algunos de los relatos inéditos poseen un alto grado de transgresión raramente alcanzado en lo que se refiere a la representación de los encuentros amorosos entre las mujeres y sus prácticas sexuales. Para la escritora argentina la identidad fue fluctuante, excéntrica, inestable, en un cuerpo hecho de ausencias y silencios. Su errancia persistente, ser extranjera tanto de lo propio como de lo ajeno, la distanció de una identidad posible y la condenó a una perpetua extranjería. Pizarnik escribió y elaboró lo que le aconteció desde su propio infierno, desde las obsesiones que la atormentaban.

En definitiva, la última literatura pizarnikiana es un “manifiesto de ars antipoética”, donde prioriza una trama nula, sostenida por una voz autorial donde abundan reflexiones metaficcionales. La escritura no pretende hacernos conscientes del canon literario, se trata más bien de enmascarar el silencio con un discurso incoherente y desestructurado. Pizarnik se presenta como heredera de una literatura transgresora/posmoderna al hundirse, no sólo en la pluralidad de las voces sino también en la pluralidad de lenguajes o, incluso, en ese punto en que el lenguaje deja atrás cualquier estructura comprensible para tematizar su propia imposibilidad. La poeta escribe su lápida que, como el nombre propio es portador de su suerte postrera: “Hame acontecido lo que más temía” (Pizarnik, Diarios 49).

A lo largo de los textos privados de Pizarnik, puede apreciarse cómo sus prácticas sexuales y su judaísmo se unen a la ansiedad de autoría para justificar dicha política de identidad singular, de excepción aislada. Y en sentido inverso, su identidad gestada en el sentimiento predestinación literaria –y por tanto de existir en función de los otros– la condujo al extranjerismo y al distanciamiento del yo, desterró su propia voz a partir de la construcción de (un) otro imaginario, un personaje “alejandrino” y singular donde enmascarar paradójicamente su otra identidad más transgresora. Así, el discurso autobiográfico de Pizarnik denota un yo escribiente que se deconstruye y se disuelve en un juego de máscaras pronominales. Una segunda dimensión de la escritura pizarnikiana –la de su relación siempre problemática con la corporeidad–, puede rastrearse bien en el espacio autobiográfico. La Alejandra adolescente –aquejada de dificultades de asunción de su propia imagen corporal- se negaba a sí misma  través del cuerpo textual. Es en este contexto problemático de rechazo al cuerpo y crisis de identidad, unidos al deseo imperioso de autoría, donde la poeta descubre su incapacidad para invocar la palabra. Pizarnik descubre el cuerpo como instrumento de expresión de su propio lenguaje; en él se entrelazan el dolor, la crueldad y el placer erótico formando una pluridimensionalidad del cuerpo. El yo poético habla con el trazo de la letra y con ello se subleva al principio del sujeto. Se rompe con el cerco del sentido mediante la irrupción en los dominios prohibidos del sueño, el inconsciente y el sexo. Las pulsiones y represiones –deseos homoeróticos incardinados en su problema de identidad- se liberaron por medio de la  representación textual del cuerpo. Éste se convirtió para Pizarnik en el espacio donde tenían cabida los horrores más secretos, donde se proyectaban las sombras más intimas, transformándose por ello en un icono del aborrecimiento. En Diarios lo abyecto surge como cuestionamiento de nociones totalizantes y homogeneizadoras de la identidad, el género y el orden. Como elemento tendente a oscurecer las fronteras entre el yo y el otro. Lo bajo se enfrenta y transgrede las prohibiciones sociales y los tabúes, desafiando la estabilidad de la gestalt del cuerpo.

Finalmente, la justificación de su escritura autoficticia debe buscarse concretamente en la recuperación de la identidad (verdadero ente organizador de todos sus textos), y de la memoria,  entendida esta última no como sucesión de recuerdos sino como el espacio en el que se encuentra todo aquello que define la esencia tanto de la vida pasada como de la presente. Esta tensión constante entre el poder y no poder plasmar su vida en un diario hace que inevitablemente compare el diario con la novela. Un aspecto significativo de esta relación entre sus textos autoreferenciales y su producción literaria, es la correlación entre los acontecimientos que la autora va viviendo y el embrión de ideas truncadas que llenarán muchísimas páginas de sus textos posteriores. Fue su manera de estar en el mundo y el mapa del acontecer de un yo que finalmente bautizó con su nombre y apellido, creando con ello un único sujeto y gran personaje en una obra sobre todo autobiográfica: la de Alejandra Pizarnik.

Notas


El término fragmento procede del latín “frangere”, es decir romper. Y de este vocablo se derivan también dos lemas: la “fracción” que es el acto divisorio en sí y la “fractura”, acto potencial de ruptura. Si queremos definir el fragmento, no es necesaria la presencia del todo, ya que este está in absentia (Calabrese 88).

El género de la “novela de formación” o Bildungsroman -que según Thomas Mann, siempre es autobiografía confesión, introspección e interioridad en torno a la realización del propio yo- es una de las contribuciones más notables de la cultura alemana a la literatura universal. “Etimológicamente tiene su origen en la palabra alemana Bildung, cuya raíz exclusivamente alemana resulta intraducible de forma unívoca, implica la formación espiritual y corporal de los seres humanos. Es necesario subrayar, sin embargo, que en esa dicotomía, hay que acentuar el aspecto formal y más aún el doble juego formal y espiritual que la mística inaugura con esa palabra en la cultura alemana” (Candia, “Enrique y Goldmundo: Bajo el signo de Orfeo”).

Pizarnik estaba interna en el hospital siquiátrico después de su segundo intento de suicidio, y no deseaba que este hecho trascendiera de su entorno familiar, por ello le escribió el 12 de febrero de 1972 a Liscano: “Si el médico me deja, le haré una nota a tu libro [hace tres semanas volvió a atropellarme un auto –por supuesto: yo había estado muy prudente]” (Pizarnik, Correspondencia 179).

 

Obras citadas
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Bonifazi, Neuro. Il genere letterario. Dall’epistolare all’autobiografico, dal lirico al narrativo e al teatrale. Ravenna: Longo, 1986.

Bradu, Fabienne. Señas particulares. México: Fondo de Cultura Económica, 1987.

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