Grafemas

Boletín de la AILCFH

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Crítica: Aránzazu Borrachero Mendíbil, Queensborough Community College (CUNY)
Publicado en Grafemas diciembre 2007

Arráncame la vida, de Ángeles Mastretta, veinte años después: una lectura de su trasfondo histórico 

Cuando en 1985 la escritora mexicana Ángeles Mastretta publicó su primera novela, Arráncame la vida, el éxito fue tan rotundo como rotundas fueron las valoraciones negativas de un sector de la crítica literaria mexicana e internacional. En una entrevista publicada en 1992, la autora se mostró plenamente consciente de estas reacciones y manifestó su incomodidad ante la etiqueta de “superventas” que le habían aplicado al libro, así como ante la acusación de haber producido un logrado ejemplo de “literatura fácil” (de Beers 15).

Al tiempo que rechazaba aquellas apreciaciones sobre su obra, Mastretta dejaba entrever el hondo calado que puede tener la crítica consagrada –mayoritariamente masculina- en una escritora novel:

Ha sido muy difícil transmitir la idea de que detrás de la persona que escribió el libro hay una escritora. Creo, incluso, que esto es lo que me llevó a escribir Mujeres de ojos grandes con un tono y un estilo tan diferentes de Arráncame la vida, no porque tuviera que probarle a nadie que yo era una escritora, sino porque me lo tenía que probar a mí misma. (15; mía la traducción)

En los veinte años transcurridos desde la publicación de Arráncame… varias especialistas de crítica literaria feminista han concurrido, matizadamente, con aquellas primeras evaluaciones de la obra. Jean Franco, en un artículo de 1996 titulado “From Romance to Refractory Aesthetic”, examinó la importancia del estilo narrativo a la hora de detectar el compromiso de las escritoras latinoamericanas con la ruptura, con la perturbación del orden inhumano que impone la sociedad capitalista en su nueva versión neoliberal. Al trasladar estas consideraciones al comentario sobre las novelas más conocidas de Isabel Allende, Ángeles Mastretta y Laura Esquivel, Franco llamó la atención sobre su hechura formalmente tradicional, a la manera de las novelas rosas o románticas, y concluyó que expresaba una alianza, voluntaria o no, con la seducción impuesta por el mercado de consumo. Para enfrentar el insidioso sistema neoliberal, dijo, es preciso crear un discurso marginal, pues sólo desde esta posición se puede concebir “una nueva estética” o una “estética refractaria” que ponga en entredicho la validez del discurso hegemónico o que lo muestre a la luz del absurdo (228-29) (1).

Susana Reisz, escritora que ha analizado extensamente el notable florecimiento de las letras femeninas latinoamericanas en la segunda mitad del siglo XX y que ha acuñado la frase “boom femenino latinoamericano” para el mismo, propuso, en un exhaustivo examen de la narrativa contemporánea escrita por mujeres, un balance más ecuánime de los textos criticados por Jean Franco. Reconocía Reisz en ellos los “automatismos” y “limitaciones artísticas e ideológicas” que produjeron juicios severos, pero ponía de relieve, al mismo tiempo, el valor que en su momento tuvieron aquellas novelas al impulsar toda una escuela de crítica latinoamericana de género (331-349, 2003).

Yo misma puse en entredicho los aspectos supuestamente progresistas de los textos de Allende, Mastretta y Esquivel y, para concretar esta sospecha, realicé un análisis comparado de varias narraciones escritas por mujeres tratando de dilucidar qué era exactamente lo que me llevaba a abandonar una y otra vez la lectura de los nuevos textos que siguieron a los primeros éxitos de las citadas autoras (2).

El marco teórico bajtiniano del que me valí en aquel análisis me permitió ver que los extremos narrativos del artículo de Franco -narraciones anti-sistema, por un lado, y narraciones cómplices con la opresión, por otro- no representaban posiciones ideológicas excluyentes en la narrativa hispanoamericana de mujeres, aunque sí contradictorias. Dichos extremos se podían encontrar -y se encuentran- dentro, incluso, de un mismo texto. Más aún, se me hizo claro que las narraciones más progresistas ideológicamente no eran aquéllas que habían podido deshacerse de la contradicción o acallarla, sino más bien las que la podían reconocer y utilizar de manera dialógica. Desde esta perspectiva, la “estética refractaria” defendida por Jean Franco no garantizaba posturas de ruptura más radical que una estética aparentemente más tradicional o clásica. El aspecto narrativo que tendría consecuencias ético y político-literarias verdaderamente relevantes sería la capacidad de los textos para dialogar con sus propias contradicciones.

En el caso de Ángeles Mastretta, creo que sería injusto incluir toda su obra dentro de la categoría de narraciones que se resisten al diálogo con la contradicción. Arráncame la vida se ocupa, precisamente, de la contradicción encarnada en el personaje de su protagonista, Catalina Ascencio. Desafortunadamente, a partir del momento en que Mastretta decidió escuchar a los críticos que la acusaban de confundir “la historia con la chismografía” (Bradu 62) y probarse que era una verdadera “escritora” (de Beer 15), nada de lo que escribió alcanzó la fuerza y el interés literario de aquélla, su primera novela. Por ello me parece importante recuperarla aquí y analizarla en detalle, como uno de los textos del “boom femenino latinoamericano” que, en mi opinión, superará exitosamente la prueba de los años.

Arráncame la vida es una novela histórica apoyada en un trabajo de investigación extenso que me propongo poner de relieve en la primera parte de este trabajo, donde recorro el período histórico que la novelista ha elegido, busco las posibles razones de esta elección y exploro las técnicas con las que la historia se incorpora a la narración. En la segunda parte, propongo varias lecturas del texto que muestran cómo la problemática femenina de los años treinta y la de la mujer de nuestros días se iluminan mutuamente. 

Arráncame la vida  como novela histórica
Arráncame la vida recoge la historia de México, y en particular la del estado de Puebla, durante el período que abarca de 1932 a 1945, aproximadamente. El peculiar estilo narrativo de la autora, del que me ocuparé más adelante, hace, tal vez, que el lector no familiarizado con la historia de México durante esos años pase por alto la precisión histórica de la novela, que refleja, sin duda, un arduo trabajo de documentación. El relato comienza con los años que preceden a la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940) y se cierra con el final de la presidencia de Manuel Ávila Camacho (1940-1946). En el estado de Puebla, este período corresponde a las gobernaciones de José Mijares Palencia (1933-1937), Maximino Ávila Camacho (1937-1941) -hermano del presidente Manuel Ávila Camacho- y Gonzalo Bautista Castillo (1941-1945).

En Arráncame la vida encontramos una voz que narra los avatares públicos y privados de estos y otros políticos, pero que no corresponde a ninguno de ellos. Es la voz, en primera persona y en pretérito, de Catalina Guzmán de Ascencio -Margarita Richard en los anales de la historia-, esposa de Andrés Ascencio, personaje inspirado en la figura de Maximino Ávila Camacho. El capítulo del libro Politics and Power in Puebla, de Wil Pansters, que se ocupa del período coincidente con la novela, lleva el sugerente título de “The Rise of Ávilacamachismo” y concentra en unas pocas páginas las características fundamentales de esta etapa. A continuación parafrasearé estos rasgos estableciendo paralelos con su proyección en la novela.

Los orígenes del “ávilacamachismo”
Los Ávila-Camacho (Maximino y Manuel) provenían de Teziutlán, ciudad situada en la Sierra Norte de Puebla, y pertenecían a una familia propietaria de un pequeño negocio arriero. Aunque se sabe poco sobre la carrera militar de Maximino durante los años de la Revolución -¿al lado de quién luchó?¿en qué plazas?¿en qué batallas participó?- , parece que su entrada en la arena política de los años treinta fue el resultado de las tensiones entre Calles y Cárdenas por el control del gobierno central. Cuando Cárdenas, ya en la presidencia del país (1935), comenzó a reemplazar a los seguidores de Calles que ocupaban las posiciones fuertes del partido (PNR) y a destituir a los gobernadores regionales identificados con Calles para extender sus puntos de apoyo y su influencia política, Maximino Ávila Camacho pasó a ser jefe militar del estado de Puebla, comprometiéndose a permanecer leal a los intereses de Cárdenas. Desde su posición de jefe militar, Maximino preparó hábilmente la infraestructura política que lo sostendría durante los años de su gobernación. Parte de este trabajo consistió en el desarrollo de fuerzas paramilitares de extracción fundamentalmente rural.

La campaña de Ávila Camacho para la gobernación de Puebla se caracterizó por la violencia y el empleo de la fuerza contra el  candidato de la oposición, Gilberto Bosques. A pesar de ello y de las manifestaciones masivas que se organizaron en la capital en contra de su candidatura, Cárdenas no intervino: “Mientras que Ávila Camacho no se desviara de su alineamiento con Cárdenas, no había razón para que éste trasladara su apoyo a otra facción local” (Pansters 51; mía la traducción). El hermano de Maximino, Manuel Ávila Camacho, que sucedería a Cárdenas en la presidencia, era en este momento Secretario de Defensa y mantenía estrechas relaciones con el presidente.

En Arráncame la vida, los hermanos Ávila Camacho aparecen como compadres y hermanos de crianza en las figuras de Andrés Ascencio y Rodolfo Campos -Fito-. El relato comienza con Fito como Secretario de Defensa y Andrés peleando por el gobierno de Puebla. No existen referencias directas a años específicos en la novela, sino que Catalina evoca los acontecimientos más importantes de su vida personal junto con los acontecimientos políticos de México y las maniobras de Andrés en Puebla. Su narración se caracteriza, desde la primera página, por el entretejido de las esferas de lo público y lo privado:

Ese año pasaron muchas cosas en este país. Entre otras, Andrés y yo nos casamos.
Lo conocí en un café de los portales. En qué otra parte iba a ser si en Puebla todo pasaba en los portales: desde los noviazgos hasta los asesinatos, como si no hubiera otro lugar. (9)

El noviazgo y los primeros años del matrimonio de Andrés y Catalina se producen mientras Andrés lucha por el gobierno de Puebla y emergen las primeras indicaciones de sus manejos corruptos (capítulos I-III). A veces, un suceso de carácter privado sirve para recobrar una historia anterior a la que se está narrando, como ocurre con la llegada a la casa de los Ascencio de dos de los hijos ilegítimos de Andrés (cap. IV). En esta ocasión, Catalina se informa, e informa al lector, sobre la historia de Andrés cuando aún no se habían conocido. Esta historia, a su vez, contiene también los espacios de lo privado y lo histórico entrelazados, pues comprende las luchas por el poder del Ejército Convencionista contra el Constitucionalista (1914-1915) junto con el relato de las relaciones de Eulalia  y Andrés y el nacimiento de sus dos hijos:

El día 23 los gringos le entregaron Veracruz al general Carranza, pero el 24 en la noche las Fuerzas del Sur entraron a la ciudad de México.
El 6 de diciembre Eulalia amaneció con dolores de parto. De todos modos, su padre decidió que antes de cualquier cosa tendrían que ir a la Avenida Reforma para ver desfilar al Ejército Convencionista con Villa y Zapata a la cabeza. (46)

Mastretta inventa un pasado para Andrés donde los archivos y las fuentes callan y, a la vez, lo oscurece al cuestionar la fuente de la información: la historia sobre los años de juventud del general le llega a Catalina por boca del propio Andrés, el cual distorsiona su historia personal tanto como manipula la vida pública de Puebla (“Andrés les contaba historias [a mis papás] en las que siempre resultaba triunfante”, 10). Cuando los opositores a su candidatura para la gobernación lo acusan de un pasado turbio a las órdenes de Huerta y en contra de Madero, Catalina tiene que renunciar a la “dramática y enternecedora historia” de Andrés y Eulalia, así como a todo intento de crearle a Andrés “un pasado honroso” (55). El lector renuncia también.

El general Ascencio, como su contraparte histórica -Maximino Ávila Camacho- se dibuja en la novela desde las premisas del hombre “sin pasado” que se hace a sí mismo y conquista el poder en un pulso de fuerza que aplasta a la oposición. Mastretta hace coincidir ciertos detalles históricos -a veces simples curiosidades sobre la vida de Maximino Ávila Camacho- con la personalidad que ha imaginado para Andrés, y hace también que estos detalles enriquezcan el discurso intolerante y prepotente de su personaje, como ocurre en la escena en que Andrés se despacha contra un líder sindicalista:

-Cordera es un ambicioso y un provocador. Está necio en que hay lucha de clases y en que los obreros al poder. ... Como él siempre fue riquito. Su papá rentaba las mulas en que acarreábamos maíz  yo  y mis hermanos. Tenían una hacienda enorme antes de la Revolución. Él qué sabe de hambre, por favor, qué sabe de pobreza, qué sabe de todo lo que habla ... Ya que no chingue. Ya nos chingó de pobres, que no quiera chingarnos de ricos. (147)

A la vez que la narración teje y desteje el pasado de Andrés, Catalina relata la historia y se “desautoriza” en el acto mismo de narrarla. Siendo figura central de la novela, Catalina, por su condición de mujer, está excluída de los círculos de poder en que se mueven muchos de los personajes. Para subrayar su posición al margen de las fuentes de información socialmente reconocidas, la narradora describe así sus años de escolarización: “... terminé la escuela con una mediana caligrafía, algunos conocimientos de gramática, poquísimos de aritmética, ninguno de historia y varios manteles de punto de cruz” (14).

Ahora bien, a pesar de la supuesta ignorancia "histórica" de Catalina, su estatus como esposa de un cacique, junto con su condición de mujer en el contexto mexicano de los años treinta, son aspectos que la dotan de una perspectiva privilegiada como narradora de la historia -la perspectiva de la mujer que reflexiona desde su inclusión en dos grupos contrarios: el de la clase dominante y el de la clase oprimida.     

Al presentar a Catalina como fuente del relato, Mastretta se hace eco de la conciencia histórica que caracteriza al novelista contemporáneo -una conciencia que desconfía de las versiones oficiales y revisa la historia desde posiciones poco usuales; en este caso, desde uno de los grupos más ignorados por los tratados históricos -el de las mujeres.

Las técnicas del “ávilacamachismo”
Históricamente, la política de Ávila Camacho en Puebla se caracterizó por el apoyo incondicional a la actividad empresarial e industrial -textil, en su mayoría- de las clases dominantes, las cuales habían gozado del proteccionismo porfirista y después se habían dispersado con la revolución (Pansters 60). Tres grupos de diferente procedencia componían el cuadro empresarial de la época. El primero aglutinaba los capitales controlados por familias de origen español; el segundo representaba a los inmigrantes libaneses que, infiltrándose con fuerza y destreza en el sector textil, desplazaron parcialmente a la oligarquía porfirista; el tercero se formó a partir de las actividades turbias del cónsul estadounidense en Puebla -William O. Jenkins- quien se hizo dueño de ingentes extensiones de tierra en la localidad de Atencingo gracias a las alianzas con Ávila Camacho.

Los lazos entre la burguesía y la clase política se manifestaron también en la fundación de organizaciones y clubes sociales que propiciaban las reuniones frecuentes de los líderes de ambos grupos. Además, los matrimonios entre las hijas de Ávila Camacho y los hijos de importantes empresarios de Puebla fortalecieron la dinámica de apoyo mutuo.

Mastretta incorpora la complejidad de las relaciones entre el gobernador y la clase empresarial, así como la diversidad de esta última, al universo doméstico de Catalina, de manera que el lector puede escuchar a los representantes de cada grupo antes descrito en tensos diálogos durante las cenas en la casa del gobernador. En una de ellas, por ejemplo, la descripción de los asistentes refleja el creciente fortalecimiento de los vínculos entre Andrés y la burguesía poblana. La integración del sector libanés dentro de la élite empresarial está encarnada en la figura de Julián Amed, mientras que su  esposa, Marilú Izunza, representa a los poblanos de origen español y rancio. Doña Julia Campos encarna la oligarquía con nostalgias porfiristas, y el personaje del norteamericano Heiss -amigo personal de Andrés y dueño de las fincas de Atencingo-, alrededor del cual se centra la conversación durante la cena, refleja los intereses extranjeros en la acumulación de capital dentro de tierras mexicanas.

Mastretta maneja el diálogo hábilmente. Basta que este cuadro de personajes cruce unas cuantas frases para que el lector se ponga al tanto del pugilato que se libra entre los antiguos propietarios porfiristas y Heiss, y entre éste y los agricultores de Atencingo. Las esposas de los implicados, al mismo tiempo, mantienen también un apretado pulso donde cada una trata de desvalorizar a la otra. Los comensales toman posiciones desde sus respectivos grupos sociales mientras que Catalina, en un murmullo, confronta los intereses de estas clases dominantes con los del sector agrícola desposeído:

-¿De qué se ríe usted?- preguntó Andrés.
-De las ocurrencias de su señora, general, que dice que las tierras [de Heiss]  eran del padre de Lola Campos.
-Con razón se ríe usted de ella.
-Con ella, general -dijo Sergio. Luego alzó su copa y tuvo a bien acordarse de un chiste tras otro en lo que quedó de cena. (82)

Catalina se pone, en este caso, del lado de la oposición que es, además, el lado del desposeído. Lo hace, sin embargo, guardándose las espaldas al sentarse junto a uno de los comensales que se convierte en portavoz de sus ideas y que detiene "los golpes" que ella podría recibir de ser la fuente de información directa. La cautela de Catalina es necesaria cuando se trata de intervenir en los asuntos propiamente masculinos.

En el círculo de las mujeres, Catalina se permite una oposición verbal mucho más abierta y directa, que termina en acción cuando decide prestar su ayuda a la mujer india que Marilú Izunza había dejado en la calle (85). Catalina compensa así la frustración ante su incapacidad de acción sobre el conflicto de las tierras. Su posición durante la reunión es claramente de alienación, tanto dentro del grupo de los hombres como en el de las mujeres. Para diferenciarse y distanciarse de los modos y maneras de éstas, Catalina afina su ironía y utiliza el humor en el monólogo interior al que sólo el lector está invitado:

Esa noche Marilú llegó a mi casa con una piel que era la mejor muestra de que su marido compartía las cosas. Ella era hija de un español de esos de padre comerciante, hijo caballero, nieto pordiosero. Su padre era el nieto ... Dueña de ese capital, Marilú le hizo el favor a Julián Amed de casarse con él ... Ella, que entonces era una rubita pálida transparente por culpa de las hambres disimuladas tras los enormes muebles del comedor heredados de su abuelo ... (77)

El conflicto de las tierras de Atencingo, propiedad de Heiss en la novela y del cónsul Jenkins en la historia, es uno de los que pone a Catalina en contacto con la realidad sangrienta de la política de Andrés. En Atencingo, Catalina es testigo de la muerte del marido de Carmela, uno de los trabajadores de Heiss, y será Carmela, precisamente, la que le dará a Catalina, años después, las hierbas que maten a Andrés.

Uno de los conflictos del gobierno de Andrés que irrumpe con más fuerza en la vida personal de la protagonista es el sindical. Como el resto de los acontecimientos políticos en Arráncame la vida, el desarrollo de esta problemática se ramifica por los espacios públicos y privados simultáneamente:

Colgaba yo los últimos cuadros cuando llamaron a la puerta unos doscientos obreros de la CROM que iban a manifestar su apoyo. Tras ellos fueron llegando desde campesinos hasta mariachis, pasando por Heiss y un grupo de españoles textileros. La fiesta entró en nuestra casa sin ningún respeto ... Desde el desayuno empezaban los banquetes. (57)

La implicación de Catalina en el conflicto sindical que enfrenta a las facciones de la CROM y la FROC irá mucho más allá de la molestia que ocasiona recibir diariamente una muchedumbre que celebra las victorias de Andrés: Carlos Vives, director de orquesta comprometido con la causa de la FROC (la CTM en la novela), se convierte en amante de Catalina. Tanto Carlos Vives como Medina -líder de la CTM/FROC de Puebla- son asesinados en la novela. Andrés Ascencio es el responsable de sus muertes.

Mastretta aprovecha las líneas generales de la política sindical de Maximino Ávila Camacho para elaborar la relación sentimental y privada de Catalina y Carlos. El recuento  de la represión brutal de una huelga general de la FROC durante el  período en que Ávila Camacho era jefe militar se incorpora en el libro a la conversación entre Catalina, Carlos y Medina, justo antes de que estos dos hombres sean asesinados por Andrés. Como en el resto de la novela, Catalina vacilará, al oir a Medina, entre una actitud consciente del peligro que representa Andrés y otra voluntariamente ignorante del mismo.

Los asesinatos de Carlos y Medina se corresponden, en la historia de Maximino Ávila Camacho, con una política de pactos y alianzas con la CROM para debilitar sistemáticamente a la FROC/CTM de Puebla. Maximino Ávila Camacho, como Andrés, fue responsable del asesinato de varios líderes de esta facción sindical. El resultado de su acción fue la unificación forzosa de los sindicatos y el aumento del control e influencia del gobierno sobre los mismos, hazañas todas de las que se jacta Andrés Ascencio después de asesinar a Carlos:

Se había pasado el desayuno recordándome cómo estaban los obreros peleados entre sí cuando él llegó al gobierno, cómo durante su administración aumentaron los caminos, se construyeron escuelas, se terminó el descontento. (285)

La política desarrollada en relación con los medios de comunicación es otro de los aspectos históricos del ávilacamachismo que se incorpora a Arráncame la vida. Habiendo fundado dos periódicos que se dedicarían a presentar los aspectos favorables de su gobierno (Diario de Puebla y El Sol de Puebla), Ávila Camacho extorsionó, amenazó y disolvió los diarios de la oposición (La Opinión y Avante). Uno de los periodistas de Avante fue asesinado en 1939.     

Andrés Ascencio sigue las mismas estrategias totalitarias de su contraparte histórica. La manipulación ideologíca de la prensa aparece en su relación con el general Gómez Soto, propietario de un periódico que Andrés financia. Gómez Soto es el amante de una de las mejores amigas de Catalina, Bibi. La eliminación de las posturas periodísticas críticas se pone de manifiesto con la muerte del director de Avante en la novela, Juan Soriano,  después de denunciar la evasión de capitales que Andrés, Heiss y Rodolfo Campos -ya en calidad de presidente- estaban llevando a cabo (116).

Catalina adopta, con respecto a los periódicos, la misma actitud ambivalente que tiene frente a la realidad de la actuación política de su marido. Durante ciertos períodos, observa las reacciones de Andrés por las mañanas cuando éste lee el Avante y corre a apropiarse del periódico cuando Andrés deja la casa “mentando madres”. Catalina simpatiza con las posturas de Juan Soriano, cuyos artículos le muestran lo que Andrés le oculta, pero en ocasiones abandona  la lectura y  vive en una ausencia de historia donde el tiempo no es más que una sucesión de días apoyados en la espera del general. Abrirse a la historia representa reconocer la existencia de una realidad de violencia y represión feroz, pero vivir sin historia es vivir en la complicidad.

Los discursos públicos de Andrés son, junto con los periódicos, un aspecto que perturba los intentos de Catalina de permanecer al margen del acontecer político. Contrastar al orador con el Andrés “doméstico” supone, para su esposa, dejar de creer en él -al menos temporalmente:

...Andrés no hizo un sólo discurso en el que no mencionara la importancia de la participación femenina en las luchas políticas y revolucionarias, ... la igualdad dentro de las relaciones conyugales, etcétera. De ahí para adelante no le creí un solo discurso.(58)

Pero a pesar de reconocer la mentira retórica de casi todas las declaraciones públicas de Andrés, la propia Catalina participa en la elaboración de alguna de sus arengas. Lo que Catalina describe como “seguirle la corriente para pasar el tiempo” (285) es, una vez más, un ejercicio de complicidad con los mismos valores y actitudes que en otras ocasiones rechaza. Catalina se resiste, por ejemplo, a la indoctrinación católica y anticomunista que Andrés Ascencio comparte con la Iglesia por intereses puramente políticos:
Yo no necesito que el padre Falito me diga por dónde caminar ... Además a mí los comunistas no me hacen nada y no me gustan los enemigos gratuitos. (154)

El fortalecimiento de los vínculos con la Iglesia es también una característica que Andrés Ascencio y Maximino Ávila Camacho comparten. Los conceptos católicos de armonía, unidad y homogeneidad refuerzan la legitimación del poder autoritario que le interesa a un gobierno autocrático como el de Andrés, o que le interesaba al de Ávila Camacho.

Ahora bien, si se tiene en cuenta que el gobierno de Ávila Camacho se desarrolló durante la presidencia de Cárdenas, esto quiere decir que los programas cardenistas de educación socialista y anticlerical fueron ignorados. Las relaciones Iglesia-gobierno fundaron, en este período, las bases para una alianza a largo plazo, compartiendo sentimientos fuertemente anticomunistas e intereses corporativistas (Pansters 68).

El período ávilacamachista, por lo tanto, presenta paradojas interesantes si se contempla desde la perspectiva de las intenciones cardenistas. Estas paradojas están en el centro de la revisión histórica y de la denuncia social de Arráncame la vida. Si bien Cárdenas había luchado por la eliminación de los jefes y caciques locales, los pactos con los políticos adeptos que colocó a la cabeza de los diferentes estados, junto con el interés por corporativizar las masas sindicales, dieron lugar precisamente al fenómeno opuesto: el nacimiento del cacicazgo moderno. Cárdenas hizo caso omiso de la contradicción que la actividad política ávilacamachista supuso con respecto a su propio credo político. Evidentemente, la necesidad acuciante de sostener el apoyo a su gobierno y de eliminar las disidencias pesó más que la coherencia política.

Me parece claro que el período histórico que Mastretta reescribe es el espacio cronológico en el que se fraguan muchas de las prácticas políticas del México actual. El gobierno de Andrés Ascencio, recreado desde la voz narrativa de Catalina, ilustra admirablemente las paradojas cardenistas que permitieron el desarrollo de dos tendencias aparentemente opuestas en México: el caudillismo o caciquismo, por un lado, y la institucionalización, burocratización y corporativismo del gobierno central, por otro -dualismo éste que todavía está presente en el cuadro político mexicano.

Los primeros capítulos del texto de Mastretta se sitúan, además, en los comienzos del PNR (Partido Nacional Revolucionario, 1929)  con Calles a la cabeza, que luego se convirtió en el PRM (Partido Revolucionario Mexicano, 1938) de Cárdenas y, finalmente, con Manuel Ávila Camacho -Rodolfo Campos en la novela-, en el PRI (Partido Revolucionario Institucional,1946) que ha llegado hasta nuestros días. Arráncame la vida, por lo tanto, cierra la narración con la apertura del partido que se instaló en el poder durante los siguientes cincuenta años.

Michael Meyer y Wiliam Sherman, citando a Frank Tannenbaum, enfatizan la importancia de una comprensión cabal de los años que recrea la novela:

Este período … es desconcertante. Si fuese posible descubrir qué le ocurrió al liderazgo mexicano durante aquellos nebulosos y degradantes años, arrojaríamos luz sobre una gran parte de la historia mexicana. Hete aquí un grupo de hombres nuevos, muchos de los cuales venían de las filas de la revolución y habían arriesgado sus vidas en cientos de batallas para rescatar al pueblo de la pobreza y de la servidumbre … y, sin embargo, a la primera oportunidad, todos cayeron presa del poder y del lucro… (593; mía la traducción)  

En Arráncame..., el pasado revolucionario de estos hombres que, en opinión de Tannenbaum habían combatido contra el abuso y la injusticia, es puesto en duda consistentemente. Si bien las referencias de Andrés Ascencio a su propio pasado no tienen mucha credibilidad, hay un aspecto invariable en ellas: la ambición de poder. Cuando en el capítulo IV la historia de Andrés se remonta al 1914, año en que era tan sólo un joven de dieciocho años sin trabajo y sin fortuna, su actitud contrasta fuertemente con la de Eulalia, la joven con la que tendrá dos hijos, y el padre de ésta. Tanto Eulalia como su padre representan los ideales revolucionarios todavía encendidos tras los golpes y las magulladuras. Junto a ellos, Andrés tan sólo piensa en arrimarse al grupo de los vencedores, no importa de qué bando. Andrés, sencillamente, carece de convicciones políticas y anda sobrado de ambición de dinero y poder:

Al joven Ascencio le gustó Alvaro Obregón. Pensó que si un día le entraba a la bola, le entraría con él. Tenía aspecto de ganador. (45)
....
[Eulalia] tenía una hija, un hombre y había visto pasar a Emiliano Zapata. Con eso le bastaba.
En cambio Andrés estaba harto de pobreza y rutina. Quería ser rico, quería ser jefe, quería desfilar, no ir a mirar desfiles. Los convencionalistas y los constitucionalistas peleaban en todo el país ... pero Andrés pensaba que siquiera los constitucionalistas tenían siempre el mismo jefe, en cambio los convencionalistas eran demasiados y nunca se iban a poner de acuerdo. (47)

No existe en Arráncame... un sólo líder político que manifieste la firmeza de convicciones que tienen Eulalia y su padre; no existe un revolucionario de corazón, como ellos, que llegue a las esferas del poder.

En la novela de Mastretta se cuestionan, por tanto, las bases mismas de la revolución. El historiador Frank Tannenbaum, que en la cita anterior se sorprendía por el proceso de corrupción de los que habían sido jóvenes revolucionarios, aprendería en Arráncame... que estos jóvenes hicieron la guerra por beneficio propio y que el proceso de corrupción empezó mucho antes:

-Lo que pasa es que tú no crees en la democracia -le decía [el padre de Eulalia] a Andrés.
-Siempre tuvo buen ojo don Refugio -dijo Andrés cuando me lo contó-. Yo qué voy a creer en esa democracia. Bien decía el teniente Segovia:
“democracia que no es dirigida no es democracia”. (47)

Ya en el poder, los políticos del corte de Andrés Ascencio instauran, dentro de un proceso pretendidamente democrático, lo que Pansters denomina el “cacicazgo modernizado” (72) que, a partir de las alianzas con el poder central, maneja los gobiernos locales con entera libertad. Mastretta explica aquellos procesos históricos que, como es el caso del gobierno de Andrés,  anularon los ideales revolucionarios e invalidaron el giro hacia la izquierda de la política de Cárdenas al ignorar las premisas fundamentales de éste y reproducir una  ideología y un discurso reaccionarios.

Lo público y lo privado: el amor, el poder y la política
Dice Alejo Carpentier que a él nunca le han interesado las historias de amor “entre dos o más personajes”, sino los grandes movimientos históricos colectivos (Giacoman 27-28). Otro novelista histórico de nuestros días, Ricardo Piglia, separa también la historia colectiva de la privada en las declaraciones de su personaje Maggi:

De todos modos, ya te digo, actualmente no tengo vida privada... Hay que evitar la introspección, les recomiendo a mis jóvenes alumnos, y les enseño lo que he denominado “la mirada histórica” ... Jamás habrá un Proust entre los historiadores y eso me alivia y debería servirte de lección. (18)

Para Vargas Llosa, por el contrario, los episodios amorosos y los “affairs privados” de sus personajes históricos o inventados son componente fundamental de su novela (Wiliams 3).

Los críticos no suelen cuestionar las decisiones temáticas de Vargas Llosa, de Carpentier o de Piglia: los tres son escritores de talla reconocida y este tipo de revelación supone poco más que una curiosidad para el lector devoto y para el crítico interesado. Mas cuando una mujer escribe, y cuando además es una escritora novel, la elección temática suele ser materia controvertida. Una de las primeras cosas que la crítica va a debatir respecto a la autora es si se ocupa de temas de mujeres o de hombres, si abandona un estilo peculiarmente femenino o por el contrario lo conserva sin que se le note demasiado, o si, sencillamente escribe como un hombre y a la altura de un hombre. De estos criterios depende, entre otras cosas, la evaluación sobre la calidad de su libro. Virginia Woolf planteaba así esta cuestión:

Y como la novela tiene esta correspondencia con la vida real, sus valores son, en cierta medida, aquellos de la vida real… Éste es un libro importante, asume el crítico, porque trata sobre la guerra. Éste es un libro insignificante, porque se ocupa de mujeres charlando de sus sentimientos en el cuarto de estar. Una escena en el campo de batalla es más importante que una escena en una tienda –estas diferencias de valor persisten en todas partes y de maneras sutiles. (77; mía la traducción) 

Los “sentimientos de mujeres” a los que se refiere Woolf son “borrosidades” y “chillonería de comadrita” cuando Borges evalúa a la poeta y periodista argentina, Alfonsina Storni (Kirkpatrick 107). Esto ocurría en 1926. En 1987 –ya lo mencioné al comenzar este ensayo- una de las críticas a Mastretta la acusa de confundir la “historia con el rumor, como si ésta fuera para las mujeres un inmenso chisme” (Bradu 62).

Una escritora latinoamericana se mueve, por lo tanto, en terreno peligroso cuando decide sobre un tema y la manera de tratarlo. En Arráncame la vida, la decisión parece clara y valerosa: política y relaciones sentimentales o política y vida emocional ocupan lugares comparables en la novela. La puesta en marcha de una manera de gobernar que perdura hasta hoy va pareja con la narración, en primera persona, de la vida de una niña de dieciséis años que se casa con un asesino. Pero donde la novela une, la escritora, en sus declaraciones sobre la obra, separa:

Escribo sobre mujeres porque soy una mujer, pero también creo personajes masculinos. Arráncame la vida es un libro con una historia política y, por lo tanto, también atrae a hombres. Es la historia de una mujer, pero también es una historia de poder y del hombre que lo posee, y de los hombres y mujeres que sufren por ello. (de Beer 15; mía la traducción)

La política y el poder para los hombres, los conflictos personales para las mujeres: Mastretta parece creer que si no hubiera escrito sobre política no habría atraído a ningún hombre lector. Yo me inclino a pensar que el problema no es sobre lo que se escribe, sino quién lo escribe; en este caso, una mujer.  

El hecho de que Mastretta introdujera una historia de amor en la reescritura del pasado mexicano, que utilizara para ello los “clichés” románticos y las letras de los boleros en tono paródico, y que vendiera miles de ejemplares de su libro, provocó respuestas airadas entre los guardianes del canon literario y mereció para su libro el muy temido epíteto de “fácil” (de Beer 15).

También la protagonista de Arráncame la vida tiene dificultades para que se la tome en serio. Cuando da su opinión sobre las maniobras políticas de Andrés, éste suele replicar con comentarios sobre la ignorancia de Catalina (84) o aludir directamente a la debilidad derivada de su condición femenina: “Ya te salió lo mujer. Está usted hablando de su inteligencia y luego le sale lo sensiblera -dijo Andrés” (105).

Aun cuando las actividades y las manifestaciones verbales de Catalina se remitan exclusivamente a los asuntos “femeninos”, recibirá, de todas maneras, la ironía encajada en el comentario de Andrés sobre las delicias  del “maravilloso mundo de la mujer” (81). Pero Andrés se equivoca cuando piensa que este maravilloso mundo se acaba en la charla sobre “partos, sirvientas y peinados” (81). Las mujeres de Arráncame la vida explotan los mecanismos del poder casi tanto como sus maridos. Las campañas por el gobierno de Puebla y de México se hacen a través de giras por el país y discursos públicos, pero hay otro tipo de decisiones que se negocian en el hogar.

Bibi, amiga de Catalina y amante de Gómez Soto -dueño de uno de los periódicos comprado por Andrés- juega sus cartas tan hábilmente que acaba siendo “mujer oficial”, con casas y propiedades a su nombre. Para ello, ha tenido que bandear temporales en los que las borracheras de su amante llegaron a poner en peligro su vida. Este ejercicio maestro de las relaciones de poder le hace exclamar a Catalina: “Eres una genio” (135).

Catalina no se queda atrás. La sabiduría que los años de convivencia con Andrés le proporcionan consiste no sólo en dominar las artes de la negociación política -con ellas consigue sacar a su padre de un negocio peligroso a cambio de la cesión a Heiss de su caballo favorito- sino también en establecer mecanismos de negociación interna que le permitan seguir durmiendo al lado de un asesino sin hacerse nunca plenamente responsable de su posición de complicidad.  Uno de estos mecanismos es la simple y pura negación, que en la novela se manifiesta como el relato objetivo y desprovisto de todo afecto de algunos de los crímenes de su marido, quien en estas ocasiones deja de ser su marido, o Andrés, para pasar a ser “el gobernador Ascencio”:

Al poco tiempo el mismo Avante denunció la desaparición de su director, don Juan Soriano, rogando a la opinión pública se uniera para demandar al gobierno su pronta aparición. Unos días después se encontró su cadáver tirado en la hacienda de Poloxtla cerca de San Martín. Todos los periódicos de México publicaron protestas y manifiestos en los que se culpaba del crimen al gobernador Ascencio. (118)

Las noticias de la prensa permiten este tipo de distanciamiento que a la conciencia de Catalina le viene tan bien, pero cuando la información sobre las actividades de Andrés y sus responsabilidades criminales no proviene de un periódico, sino de los comentarios que se hacen entre las relaciones personales de Catalina -amigas, peluqueras, masajistas, conocidas- la protagonista recurre a la agresión verbal o a la simple incredulidad. Para agredir verbalmente, Catalina se basta y se sobra. Es sorprendente por ejemplo, su reacción ante Magda, la hija de una de las víctimas de Andrés, cuando ésta acude a pedir ayuda a Catalina:

-La gente dice que usted lo puede manejar [a Andrés].
-También dice que tú duermes con tu papá. Verás si no se equivocan.
-Ojalá no se equivoquen, señora -dijo, se levantó y se fue.
Tres días después el licenciado apareció hecho pedazos y metido en una canasta que alguien dejó en la puerta de su casa. (97)

Para utilizar la incredulidad, Catalina tampoco tiene muchos reparos. Ante las revelaciones que Medina, líder sindicalista, hace sobre Andrés, Catalina responde así:

Medina tenía todas las historias por contar. Empecé queriendo escucharlas y terminé levantándome a corretear a los niños por el zócalo mientras él y Carlos hablaban ... No le dije que creía la mitad de sus historias, pero pensé que eso de Andrés matando personalmente a obrero tras obrero era una exageración. Tampoco se lo dije a Carlos. Mejor hablé del campo y canté con los niños el corrido de Rosita Alvírez. (213)

La experiencia directa es la única situación que demora el efectivo funcionamiento de la negación, la incredulidad o el contraataque verbal. Cuando Catalina presencia la muerte de un trabajador de las fincas de Heiss en Atencingo y a la viuda llorando en el suelo, pasa de los mecanismos de negociación interna a los de negociación externa: primero socorre a la viuda, después confronta a Andrés y obtiene de él una pequeña ganancia material -el caballo que le había regalado a Heiss a cambio de la exclusión de su padre de los negocios con éste. Recuperar el caballo es recuperar ese precario equilibrio interno por el que Catalina siempre acaba cerrando los ojos voluntariamente a la realidad:

Lo acaricié, lo besé en la cara, en el hocico y en el lomo. Después lo monté y nos fuimos corriendo hasta el molino de Huexotitla. Iba yo cantando para espantar a los muertos. De ida todavía los vi, pero ya de regreso se me habían olvidado. (93)

El “olvido” es un fenómeno recurrente en la historia personal de Catalina, sobre todo si es provocado por la atención de un hombre. Cuando en conversación con Andrés y Fernando Arizmendi, Catalina cuestiona las técnicas de represión brutal del gobernador de Jalisco para con un grupo de campesinos amotinados, la mano de Arizmendi sobre su rodilla le hace abandonar rápidamente su diatriba: “La sentí sobre la seda de mi vestido y me olvidé de los doce campesinos” (105).

Sólo en dos ocasiones siente Catalina la necesidad de romper las negociaciones y escapar completamente de su vida con Andrés, de la pesada carga de su complicidad. En la primera ocasión, se monta en un autobús y regresa espantada de su soledad y desprotección. En la segunda, el motivo es otro hombre: Carlos Vives.

Merece la pena analizar las relaciones entre la protagonista y este personaje por dos motivos: uno, porque la crítica ha pasado por alto lo mucho que dice esta relación sobre el personaje de Catalina; otra, porque todas las lectoras con las que he intercambiado opiniones acerca de la novela confesaron sin ningún rubor haberse enamorado, a la par de Catalina subiendo las escaleras del Bellas Artes, del director de orquesta Carlos Vives.

Carlos Vives es uno de los tres hombres más importantes en la vida de Catalina. Los otros dos son Andrés y su padre. Arráncame la vida, como la propia autora indica (Anderson 28) y como indica también Reisz (1991, 147) se puede leer como un relato mezcla de tragedia y romance sazonado de humor, o como un análisis histórico, o como una incursión sutil en el terreno de las relaciones de poder hombre-mujer y de los valores que imperan en estas relaciones. Trasladada a nuestros días, como historia que se proyecta en nuestro presente, Arráncame... tiene mucho que decir sobre las posiciones públicas y privadas que la mujer mexicana -tal vez la latinoamericana y hasta “la mujer”, en general- ha asumido durante los últimos decenios del siglo XX. Tiene muchísimo que decir, también, sobre el alcance de una supuesta “liberación” femenina donde la mujer sigue eligiendo modelos de pareja sutil o abiertamente aniquilantes -hombres para quienes la mujer es un peldaño más en la conquista de poder, no importa de qué signo.

La lectura de Arráncame... que se detiene en la tragedia, o en el humor, o en el romance, considerará que Catalina es la víctima de un matrimonio prematuro con un hombre cruel. Considerará que cuando el padre de Catalina muere, uno de los pocos refugios sentimentales de Catalina perece también. Considerará que Carlos aparece, precisamente, para regalarle a Catalina el amor, el sentido de la vida que su matrimonio con Andrés y la muerte de su padre han disecado. Muerto Carlos, el lector confirma la crueldad de Andrés una vez más y se identifica con el dolor de Catalina.

Pero nada es tan simple en la novela, como nada es tan simple en la vida. Hablaba yo antes de cómo Catalina aprende pronto las técnicas de la negociación política y las lleva al terreno doméstico. El aprendizaje de los valores y las técnicas del poder, sin embargo, llega tarde para ella. Catalina es, antes que negociadora, instrumento con el que su padre, Andrés y Carlos negocian. Cuando Andrés, un militar prepotente de “más de treinta años”, se lleva a Catalina, “de menos de quince”, al mar por toda una semana, nadie en casa de Catalina se lleva las manos a la cabeza:

Mis padres me recibieron de regreso sin preguntas ni comentarios. No estaban muy seguros de su futuro y tenían seis hijos, así que se dedicaron a festejar que el mar fuera tan hermoso y el general tan amable que se molestó en llevarme a verlo. (14)

Fiel al contexto histórico de la novela, Mastretta alude en este párrafo a la Gran Depresión de México que tuvo lugar entre 1929 y 1932, sentida por una familia humilde donde el padre era “un campesino que dejó de ordeñar vacas porque aprendió a hacer quesos” (10). Ante la inseguridad económica, Catalina es la promesa de un futuro sin sorpresas traído de la mano de un hombre ambicioso y emprendedor. Catalina, como objeto de transacción, desplaza la  preocupación que hayan podido sentir sus padres por el desarrollo emocional de la adolescente, máxime si, como ocurre poco después de la salida “al mar”, Andrés plantea la pedida de mano de Catalina como una amenaza a la integridad física de la familia:

La tarde anterior [Andrés] había hablado con [mi padre]. Le había dicho que se quería casar conmigo, que si no le parecía, tenía modo de convencerlo, por las buenas o por las malas.
-Por las buenas, mi general, será un honor -había dicho mi padre, incapaz de oponerse. (20)

Cuando Catalina ya no es una niña de dieciséis años, sino una mujer de treinta apresada en un matrimonio desgraciado y en unas prácticas sociales hipócritas y tediosas, para su padre es reconfortante seguir viéndola como una niña llorona sin mayores disgustos que la preocupación por llevar un corte de pelo demasiado atrevido o por soportar a las amistades de su marido en interminables y sucesivas cenas. Desoír la infelicidad de Catalina supone, para el padre de ésta, escapar de la responsabilidad que tuvo en el matrimonio con Andrés.

Él no quería que yo le contara, por eso se ponía a hablarme como a una niña que no debía crecer y terminábamos abrazados mirando los volcanes, agradecidos de tenerlos enfrente y de estar vivos para mirarlos.(76)

También Andrés Ascencio y Carlos Vives crean la Catalina que más les conviene. Durante los largos años de su matrimonio, Andrés oscila entre una Catalina que es "su señora, su criada, su costumbre, su burla" (72) y otra que es su cómplice:

-No me equivoqué contigo, eres lista como tú sola, pareces hombre, por eso te perdono que andes de libertina. Contigo sí me chingué. Eres mi mejor vieja, y mi mejor viejo, cabrona. (286)

 Pero si bien Catalina aprende a jugar los papeles que Andrés quiere y necesita de ella, con Carlos se equivoca constantemente, aunque no parece darse cuenta de ello. En sus escasos diálogos, las palabras de Catalina mezclan el deseo físico con las fantasías románticas; Carlos ignora completamente el romanticismo y responde exclusivamente a la parte sexual del discurso de Catalina:

-Yo qué sé para qué hacía las cosas a los diecieciséis años. Tengo treinta ..., quiero vivir contigo, quiero que la bola de viejas que se vienen mientras te miran dirigir sepan que la que se viene de a deveras soy yo. Quiero que me lleves a Nueva York y que me presentes a tus amigos. Quiero que me saques del ropero y decirle todo al general Ascencio.
-Pero por lo pronto quieres que demos una cogidita, ¿no? (205)

Carlos y Andrés, aun cuando a primera vista parecen antitéticos, coinciden en puntos de vital importancia. Ambos se conducen como los dueños y señores de las decisiones políticas y humanas de Catalina. Si Andrés necesita demostraciones frecuentes de Catalina sobre una comunidad de intereses que su esposa describe como “jugar en el mismo equipo”, a Carlos, enemigo político de Andrés, no le parece necesario preguntarle a Catalina en qué equipo juega para ponerla en el suyo. En una conversación con Cordera, líder de la CTM en México, Carlos alude a las opiniones de Catalina sobre Andrés como si ésta no estuviera presente o no tuviera voz propia:

Caminábamos hacia el centro del jardín, Carlos me había pasado el brazopor la cintura y antes de contestar [a Cordera]  me jaló hacia él.
-La señora también sabe que su marido es una desgracia nacional. (180-181)
Existen otros paralelismos sutiles en las relaciones triangulares de la novela. Entre su padre y Andrés, dije anteriormente, Catalina se convirtió en un objeto de transacción. Para Andrés y Carlos, Catalina encarna el pulso apretado que ambos libran por el poder: la lucha entre el liberal sindicalista y el cacique.    

Significativamente, todos los diálogos entre Andrés y Carlos giran en torno a Catalina sin referirse realmente a ella. Las palabras que estos dos hombres cruzan en diferentes momentos de la novela contienen provocaciones encubiertas, con Catalina en la superficie y la política en el fondo. Así ocurre, por ejemplo, cuando Catalina le confiesa a Carlos su debilidad por el edificio Sanborn's y sus azulejos, y Carlos le responde: “Yo no te lo puedo comprar. ¿Por qué no se lo pides a tu general?” (166). Enterado Andrés de este comentario, organiza una comida casual donde un notario interrumpe para presentar a Catalina el contrato de venta del edificio. Andrés le pide al notario que se sitúe entre Catalina y Carlos para leer el contrato y Carlos cuestiona las fuentes del dinero con el que se efectúa la compra. La discusión termina con la firma de Catalina y la victoria de Andrés: “Yo tomé la pluma y puse mi nombre como lo ponía siempre desde que me casé con Andrés” (171). Mientras Andrés y Carlos comparan fuerzas, Catalina acota al margen, y en tono confidencial: “Toda la vida me la he pasado queriendo que me quieran” (173).

Tal vez sea esta “querencia” la que hace que Catalina acabe el relato de estos años de su vida llorando por un hombre -Carlos- que en ningún momento respondió a sus necesidades afectivas. Tiempo atrás, Catalina había llorado desesperadamente la muerte de otro hombre que tampoco estuvo jamás a la altura de las circunstancias -su padre. En cuanto a Andrés, el lector se hace pronto una idea del tipo de apoyo emocional que podría dar a su esposa un hombre de sus características.

En varios puntos de la novela la protagonista compara a Carlos y a su padre -sus risas, por ejemplo (179)-, pero también compara a Andrés y a Carlos, aunque no tan explícitamente. De Andrés dice:

Tenía unas manos grandes. Me gustaban tanto como las temían otros. O por eso me gustaban. No sé. (84)

Y cuando conoce a Carlos, la descripción es parecida:

Me gustaba cómo movía las manos, cómo otros lo obedecían sin detenerse a reflexionar si sus instrucciones eran correctas o no ... Él tenía el poder y uno sentía claramente hasta dónde llegaba su dominio. Iba por la sala, se metía en los demás, en mi cuerpo recargado sobre el barandal del palco, en mi cabeza apoyada sobre los brazos, en mis ojos siguiéndole las manos. (165)

No es de extrañar que para los hombres de los que se rodea Catalina la vida se desarrolle en una contienda por el poder, pues es ésta característica, precisamente, la que a Catalina le resulta extremadamante atractiva: la capacidad para dominar a otros y para invadirla -y anularla- a ella.
De entre las posibles lecturas que ofrece la novela, la que presenta a Andrés como el único hombre de influencia negativa en la vida de Catalina es una de las más fáciles, puesto que la propia protagonista así lo cree. Catalina tampoco es consciente del patrón que se repite en su relación con Carlos y, por eso, sólo contra Andrés pone en marcha la venganza -una venganza que presenta exactamente las mismas características de los mecanismos que le han permitido convivir con él por más de quince años: la negación, el juego político y el silencio. Podría hablarse incluso de una venganza que es apropiación suprema de los valores que ha aprendido de Andrés y de todo el grupo político que lo rodea: si no puedes con el enémigo, elimínalo.

En efecto, Catalina envenena a Andrés poco a poco, aunque de ello no hay mención expresa en ninguna parte de la novela, lo cual hace pensar al lector que Catalina nunca llega a sentirlo como responsabilidad propia. El veneno le llega a la protagonista por vía de la viuda de Atencingo, una de las víctimas de Andrés, y va acompañado de una sugerencia sutilísima:

El té de esas hojas daba fuerza pero hacía costumbre, y había que tenerle cuidado porque tomado todos los días curaba de momento pero a la larga mataba ... Me las llevaba porque oyó en la boda que me dolía la cabeza y por si se me ofrecían para otra cosa. (259)

Después de este intercambio, Catalina confiesa al lector que se siente “poseída por una euforia repentina y extraña” (259), dice también haberle perdido el miedo a Andrés (270) y se da cuenta de que éste es mucho más predecible de lo que ella pensaba (271). El lector puede interpretar que Catalina fortalece su posición frente a Andrés ahora que posee un arma más eficaz que sus pequeñas rebeldías y ciertos ataques de “benefactora” social que en modo alguno podían remediar la actuación criminal de su marido; pero el lector también puede eludir la asociación, como la elude la protagonista.

Catalina ha vivido con un asesino sofocando la voz de su conciencia a través de negociaciones internas y externas. Ahora, procederá de la misma manera para librarse de él -sin decirse la verdad desnuda y cruda, ni diciéndosela a nadie tampoco. La sabiduría adquirida en estos años de convivencia le ha permitido apropiarse de los mecanismos con los que el oprimido se vuelve opresor. Ha aprendido también que Carlos tenía razón cuando ante uno de sus “femeninos” exabruptos amorosos –“me voy a morir de amor” (272)- le respondió con el pragmatismo acostumbrado: “Nadie se muere de amor, Catalina, ni aunque quisiéramos” (273).

Y, en efecto, sus tres hombres han muerto, pero no precisamente de amor. Ella, la que siempre quiso que la quisieran, sigue viva. El costo es alto, sin embargo: la renuncia a un modo de existencia más veraz y propio.

Mary Louise Pratt (48), en el libro Women, Culture and Politics in Latin America, desarrolla una interesante investigación sobre los modelos de representación de la mujer en la historia oficial de Latinoamérica. Muestra cómo la imaginación comunitaria del siglo XIX construyó una ideología nacional que concentraba el poder sobre la figura simbólica del ciudadano-soldado dispuesto a morir por la patria. El concepto de “patria”, a su vez, aglutinaba los valores y principios de unidad, camaradería o fraternidad, y soberanía del pueblo. 

La representación de la mujer en este contexto imaginario se correspondía, frecuentemente, con sus capacidades reproductoras: la madre del soldado abnegado o, sencillamente, la nación como “madre”.
Situada en el contexto histórico del México que sigue a la revolución, Arráncame la vida ataca sistemáticamente esta construcción imaginaria de los valores nacionales asignados a uno y otro sexo. En su papel de esposa de un general que combatió en la revolución, Catalina invalida los discursos políticos de su marido al exponer las contradicciones entre la retórica oficial y la realidad sumergida en la que yacen cientos de muertos. Las mujeres de Arráncame la vida, además, derriban la mitificación nacional del hombre en el poder, al ridiculizar sin piedad las figuras masculinas en cuyas manos se ha puesto la administración del país: un presidente-marioneta, un general borracho cantando boleros, una reunión de empresarios y políticos con el objeto de “medir” su masculinidad:

-Tre-men-do tre-men-do -gritaron los demás. Parecían niños a la hora del recreo.
-¿Y se encueraron todos?
-Todos. Hasta mi pobre marido que ya está de dar pena. (266)

Por otro lado, Catalina Ascencio se resiste tenazmente a encajar en los estereotipos maternales de su cultura, tan controladores y limitantes.  A propósito del embarazo de su amiga Bibi, esposa de Gómez-Soto, Catalina hace el siguiente comentario: “No sé cómo nos hemos atrevido a reproducirlos” (129).

En cuanto a la identificación mujer-nación, la ironía de la protagonista no tarda en hacer blanco en la mujer del presidente:

Ésta no ha tardado nada en confundirse con la patria -pensé- A todas les pasa, pero creí que era más lento -murmuré mientras la oía hablar de la vocación de servicio y el profundo sentido del deber del mayor Luna. (139)

Oyendo a Catalina y a otras mujeres de la novela, el lector no se sorprende cuando Mastretta las describe como personajes “anacrónicos”:

Por personajes anacrónicos entiendo personajes que están por delante de su tiempo. Son mujeres más cerca de nosotras que de las mujeres de los años treinta. Eso creo, pero no estoy muy segura. Sí estoy segura de que en aquellos años había mujeres que pensaban y vivían como nosotras … En aquellos días se podía vivir de esa manera y muchas lo hicieron. Lo que ocurre es que, si lo hacían, no lo anunciaban, pero estoy segura de que había mujeres que pensaban así (de Beer 16, mío el subrayado).

Al introducir anacronismos en su texto, dice David Cowart (11), el novelista histórico utiliza el pasado como espejo donde se refleja el presente del lector, y con ello consigue varios efectos: uno es el ofrecer una perspectiva nueva y fresca de nuestro presente; otro, sugerir que el cambio histórico es mera ilusión. Ambas posibilidades son aplicables al análisis de Arráncame la vida.

Cuando Mastretta rastrea la problemática política del presente mexicano en el pasado de un gobernador de los años treinta, expone la futilidad del cambio histórico y denuncia a los agentes de la historia. Pero, lejos de concentrar esta responsabilidad en la clase política dirigente, la novela sugiere una responsabilidad compartida:

Ahora oigo que los poblanos dicen que no sabían lo que les esperaba, que por eso no movieron un dedo en contra [de Andrés], yo creo que de todos modos no hubieran hecho demasiado.
Era gente metida en sus casas y sus cosas, casi se les podía caer un muerto encima que si se arrimaban a tiempo y caía junto, no hablaban de él. (63)

Entre aquellos que “no hablaban de los muertos” están Catalina, Bibi, Chofi, la hija de Heiss, y otras muchas mujeres de la novela. Rectifico: las mujeres de la novela sí hablan de los muertos de Andrés, y de otras muchas cosas. No en vano Catalina  describe a sus amigas como la “purísima oposición verbal” (140). En este sentido, estoy de acuerdo con Mastretta cuando compara la manera de pensar de estas mujeres con la de la mujer de los ochenta. Pero la diferencia entre pensar y vivir de acuerdo a lo que se piensa puede ser muy grande. Las mujeres de Arráncame la vida pocas veces viven tal y como se expresan.

La voz de Catalina, sentada sobre la tumba de Andrés y sintiéndose, por primera vez en su vida, libre, es la que cierra el libro:

Cuántas cosas ya no tendría que hacer. Estaba sola, nadie me mandaba. Cuántas cosas haría, pensé bajo la lluvia a carcajadas ... Divertida con mi futuro, casi feliz. (305)

Estas palabras me traen a la mente la definición de libertad de Hanna Arendt en la que dos movimientos del ser lo caracterizan como libre: el acto de retirarse del mundo para pensar y poner orden sobre la experiencia vivida y el acto de volver al mundo para actuar sobre las bases de la reflexión (165-171).

Para Catalina Guzmán -¿o Ascencio?- la reflexión ha sido, como apuntaba anteriormente, un doloroso proceso de negociación interna entre ver y no ver, creer y no creer, ser cómplice o resistirse. El momento de actuar, de “hacer”, empieza cuando acaba el libro: “Cuántas cosas haría, pensé bajo la lluvia...”. Si no ha empezado antes, puede pensar el lector, es porque las circunstancias externas de la mujer de un dictador en los años treinta eran absolutamente limitantes. Pero así como la novela desarrolla ciertas prácticas políticas presentes en el México de hoy, también explora posiciones y tácticas femeninas de la mujer en la sociedad occidental contemporánea.
El lector puede justificar las contradicciones de Catalina -el creer y no creer que está durmiendo al lado de un asesino; el colaborar o no colaborar con Andrés- porque es una mujer de los treinta que se casó siendo una niña en un contexto represivo y machista. Pero si acepta, según las declaraciones de Mastretta, que las mujeres de su novela “vivían” como las mujeres de hoy, entonces no le queda sino pensar:


-que, como decía Cowart, el cambio histórico es una ilusión y que las condiciones sociales que rodean a la mujer de hoy son tan limitantes como las que rodeaban a Catalina,

o

-que a pesar de los cambios históricos, la mujer sigue atrapada entre la complicidad con los mecanismos de ejercicio del poder masculino y la rebeldía, casi exclusivamente verbal.

La novela, como su protagonista, es ambigua y deja la decisión final en manos del lector.
          
Notas

(1) Aunque Franco no explica cuál es la relación entre el neoliberalismo y la condición social de la mujer, es posible deducir de sus palabras que la construcción del aparato romántico con que la sociedad occidental dirige la imaginación femenina es parte del sistema socio-económico neoliberal. La lógica neocapitalista necesita, entre otras cosas, mantener viva la llama romántica que controla los modos de relación y consumo de la mujer.

(2) Una parte de este análisis está en el artículo “`Los caminos de Eros son imprevisibles´: contradicciones ideológicas en La casa de los espíritus, de Isabel Allende”.  

Obras citadas
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Borrachero, Aránzazu. “‘Los caminos de Eros son imprevisibles’: contradicciones ideológicas en La casa de los espíritus, de Isabel Allende”. Letras Femeninas 29:2 (2003): 9-32.

Cowart, David. History and the Contemporary Novel. Illinois: Southern Illinois Univ. Press, 1989.
de Beer, Gabriella. “Interview with Angeles Mastretta”. Review 48 (1994): 14-17.

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Pratt, Mary Louise. “Women, Literature, and National Brotherhood”. Women, Culture and Politics in Latin America. Ed. F. Masiello, M.L. Pratt y G. Kirkpatrick. Berkeley: U California P, 1990. 49-73.

Reisz, Susana. “Estéticas complacientes y formas de desobediencia en la narrativa femenina actual.  ¿Es posible el diálogo?”. Narrativa  femenina en América Latina. Prácticas y perspectivas teóricas. Latin American Women’s Narrative. Practices and Theoretical Perspectives. Ed. Sara Castro-Klarén. Frankfurt: Vervuert Verlag, 2003. 331-349. 
---. “Cuando las mujeres cantan tango”. Literatura mexicana hoy. Del 68 al ocaso de la revolución. Ed.

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