Grafemas

Boletín de la AILCFH

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Creación: Ana María Díaz Marcos, University of Connecticut
Publicado en Grafemas diciembre 2008

Cuento: Tardes fucsia y jevimetal

 

Buscábamos las medias más azules o encarnadas, de espuma capaz de tensarse sobre los muslos, y estrenamos piernas de payaso y zapatos de charol aquella temporada, las pantorrillas mucho más encendidas que los muslos porque el tejido se estiraba dibujando chorretes y formas abstractas sobre el nailon. Con piernas de colores recorrimos los prodigios que anunciaban la llegada de una época de neón y galaxia: se abrió un hipermercado en las afueras, con aparcamiento enorme, autoservicio y cafetería. Te dejaban meter de todo en el carrito y se pagaba al salir, era tan tentador que la más golosa se empachó a batidos de fresa hasta que le dolió el estómago y después tiró los envases vacíos entre la fruta. Luego saltamos sobre unos bloques de cemento a la salida, como un ejercicio de ascenso que impulsó a lo mítico aquel instante de ser casi eternos. Correr entre cuadrados de hormigón y extender alas para que ese recuerdo no se hundiera sino que, gaseoso, llegara hasta la mano de ahora que dibuja un chaquetón horrible forrado de borreguillo y cierto concepto del pudor y la culpa algo impreciso que me impedía robar nada o comer nada antes de haberlo pagado.

Los fines de semana paseábamos por calles con pasadizos que eran patios de luces invertidos y una pinza se nos grapaba al nacimiento del estómago, ese clic rápido y la sensación sofocante de domingo por la tarde cuando una bola de espuma asciende por la garganta. Saber que iríamos a un banco a comernos un flash de limón y reírnos de cualquier cosa, a esperar a crecer y ser mayores para poder hacer cosas importantes. Cosas que vendrían más adelante pero, entretanto, explorábamos un barrio con chimeneas, astilleros, una playa sucia con el esqueleto de un naufragio, la fábrica de gaseosas y muchos parques sin césped. Pronto acamparon allí las hordas de una guerra con incendios de caucho.
Agosto nos llevaba por calles húmedas y era blanca la palidez de la luna o algo así decían los discos, por eso corríamos buscando esa sombra pálida, por las calles de atrás, frente al mar, el olor remoto del salitre y los barcos despellejando los tacones, directas a la luna. Si hubiéramos sabido para qué corríamos quién sabe si igual hubiéramos corrido de la misma forma, para ver hasta qué punto son flexibles los bordes. Un zumbido de gas silbando en el aire, las nueveymedia, esta vez nos castigan. Ese placer indómito de jugar a estirar el tiempo, la hora fronteriza, el más sabroso espacio acariciando su límite. Al final siempre llegábamos, pero a veces nos salía al paso un hombre que se masturbaba pegado a uno de los muros; teníamos tanta prisa porque se estaba haciendo tarde que nos parecía chistoso. Y seguíamos corriendo, tal vez si hubiésemos tenido más tiempo habríamos hecho otra cosa, porque entonces nada nos daba miedo; tal vez tirarle piedras o reírnos desvergonzadamente de su barriga de viejo de treinta por lo menos, de sus jadeos ridículos y sus ganas de enseñarnos aquel objeto delicado y ridículo que chorreaba entre las manos, algo apestoso de cuyo pecado iban a culparnos siempre a nosotras. El esperma de aquellos hombres que soñaron morder nuestra vena adolescente y nunca se atrevieron, seguramente quedó escarchado bajo su piel rugosa o fecundó hijos deformes que tenían algo monstruoso en la mirada.

Las cabronas, con esos ojos cortando la noche en esquirlas moradas y rosa talco, el perfume más barato para esta carne tierna de discoteca de barrio. Y este fuego ahora, aunque mañana me arrepienta de sucumbir al sonido de sus saltitos sobre los charcos, esa laca del pelo con olor a plástico, la risa espesa del bachillerato, pipas y fucsia enroscándose en su aliento. Los vaqueros hendiendo la abertura más prohibida mientras esperan cola a la puerta desde las seis de la tarde para no pagar entrada. Aspirar el lodo caliente de su juventud culpable e inexperta y luego todo se llena de esa música, las camisetas negras de monstruos, calaveras, lenguas rojísimas. Las imagino abrazadas a sus novios, moviéndose en sacacorchos sobre los sillones granates del reservado.

Las gitanas que venían con sus hermanos no podían bailar con los payos, por la honra, por eso había otros fluidos que no venían del mismo pecado y, a veces, se filtraba sangre en la acera cuando los sábados se esperaban a la salida las tribus de aquel territorio en guerra. En cambio, las tardes se volvían brillantina y sombras de aluminio para nosotras porque todavía nos quedaba intacta la emoción de las verbenas de junio, como un regalo de Reyes sin abrir, las casetas de tiro, los coches de choque y hasta poder ser reina de las fiestas o Miss alguna parte o irse a Madrid donde pagan muy bien a las internas, o comerse un algodón de azúcar. Aunque después se acabara todo de golpe y el paisaje repitiese las mismas chimeneas en espejo y los talleres al infinito mientras cruzan el cielo proyectiles de goma. Seguimos esperando a la entrada de la gruta con los pantalones ajustados, subidas a los zapatos de puntera, viendo el mundo endulzarse a través de la sombra de ojos más galáctica. Bailando jevimetal cuando aún ponían jevimetal se agotó la veta de aquel brillo cósmico, las tardes que se tocaba una guitarra invisible, hincando las rodillas en la pista y agitándose con espasmos atrás y adelante, moviendo mucho la melena. Luego lo prohibieron porque la gente se ponía muy agresiva. Ya nunca volvió a sonar jevimetal en las discotecas. Tampoco hay talleres y el otro día decidieron convertir en monumento una de aquellas chimeneas, arqueología industrial, lo llaman, pero son astillas de naufragio. Heridas tiernas que ya no sangran.

Ana María Díaz Marcos. España. Díaz Marcos es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo y doctora por la Universidad de Massachusetts. Es miembro del Grupo de Investigación “Escritoras y escrituras” de la Universidad de Sevilla y ha publicado en la colección “Escritoras y pensadoras europeas” una edición de la obra La casa de muñecas de Rosario Acuña. Su libro La edad de seda: representaciones de la moda en la literatura española ha sido editado por la Universidad de Cádiz y el Museo Nacional del Traje en el 2006. Actualmente es profesora de literatura española y estudios culturales en el Departamento de Lenguas Clásicas y Modernas de la Universidad de Connecticut.

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